lunes, 1 de febrero de 2010

Pautas de análisis de dos poemas de Anacreonte

Poemas de Anacreonte (por martín palacio gamboa)

I

¿A qué me instruyes en las reglas de la retórica?
Al fin y al cabo, ¿a qué tantos discursos
que en nada me aprovechan?
Será mejor que enseñes a saborear
el néctar de Dionisios
y a hacer que la más bella de las diosas
aun me haga digno de sus encantos.
La nieve ha hecho en mi cabeza su corona;
muchacho, dame agua y vino que el alma me adormezcan
pues el tiempo que me queda por vivir
es breve, demasiado breve.
Pronto me habrás de enterrar
y los muertos no beben, no aman, no desean.


II

De la dulce vida, me queda poca cosa;
esto me hace llorar a menudo porque temo al Tártaro;
bajar hasta los abismos del Hades,
es sobrecogedor y doloroso,
aparte de que indefectiblemente
ya no vuelve a subir quien allí desciende.




PAUTAS DE ANÁLISIS DEL PRIMER POEMA
DE ANACREONTE

El texto de Anacreonte se destaca por la apertura que ofrece desde los encabezadores ejemplos de interrogación retórica: “¿A qué me instruyes en las reglas de la retórica?/ ...¿a qué tantos discursos/ que en nada me aprovechan?”. Como se habrá visto, estas preguntas no exigen una respuesta inmediata, pues semánticamente ya contienen en sí una respuesta común que las unifica en su criterio: la explicitación de un rechazo al saber meramente intelectual frente a la exaltación de la experiencia vital, frente a la conciencia de la fugacidad de la vida (aunque en una perspectiva muy distinta a la que planteó Manrique, desde el catolicismo, unos mil seiscientos años más tarde), lo que nos remite al tópico literario del “carpe diem”, tan popularizado por la poesía latina a partir del siglo I antes de Cristo.
Hasta aquí tenemos la primera división estructural del poema. La segunda división estructural se establece a partir del cuarto hasta el séptimo verso, según la traducción con la cual contamos. Desde un enfoque netamente estilístico, es de observar cómo el autor propone de manera antitética esta forma de aprendizaje, más ligada a la vivencia del mundo de los sentidos, según vemos en la utilización de las siguientes perífrasis: “el néctar de Dionisios” y “la más bella de las diosas”. Para entender el verdadero alcance de estas imágenes, retomemos las observaciones que Nietzsche, en su filosofía, ha realizado en torno a las manifestaciones culturales griegas: en El Origen de la Tragedia, este autor explica el arte y la vida de los pueblos antiguos por medio de la división entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Mientras el espíritu apolíneo es lo que domina las artes plásticas, es decir, la armonización de las formas, el espíritu dionisíaco domina la música (de igual modo lo poético. En ese período histórico, estas dos modalidades del quehacer artístico estaban indisolublemente unidas), privada de forma o límite, ya que es ebriedad y exaltación entusiasta. Según Nietzsche, los griegos lograron soportar la existencia sólo en virtud del espíritu dionisíaco. Bajo la influencia de la verdad contemplada, el griego veía en todas partes el aspecto horrible y absurdo de la existencia (recuérdese que Anacreonte comparte, según se verá en el segundo texto a ser estudiado, la idea de que la existencia humana carece de finalidad; por lo menos, si ha de tener un sentido, éste va más allá de nuestra comprensión. Es un saber que sólo atañe a los dioses). Ahora bien, teniendo en cuenta estos aspectos, podemos apreciar que el arte haya venido para el griego en su auxilio, transfigurando lo horrible y lo absurdo en imágenes ideales, en virtud de las cuales la vida se hizo aceptable. El espíritu dionisíaco, modulado y disciplinado por el espíritu apolíneo, realizó y dio origen a la tragedia y a la comedia, la dramatización de las pasiones humanas. Más tarde, Nietzsche verá en el espíritu dionisíaco el fundamento mismo del arte en cuanto éste “corresponde a los estados de vigor animal”.
Estos estados de vigor se señalan en la mención religiosa del vino y la sexualidad (o, para ser más precisos, el erotismo). No nos olvidemos del valor simbólico del “néctar de Dionisios”, ya que la embriaguez que homenajea al creador de la vid tiene relación con el estado de inspiración poética y el entusiasmo, haciéndonos retornar a un estado anterior a la promulgación de las leyes que surgen en las ciudades civilizadas. También el hecho de que el vino significa el reencuentro con el origen de la vida (recuérdese que, por analogía, el vino era asemejado a la sangre, según hemos visto en el recorrido que hicimos por varias mitologías -céltica, semítica, hindú, etc.-) y para que eso sea posible es necesario sacarse de encima las convenciones y los comportamientos pre-establecidos por la sociedad. A través de la embriaguez, se deja de lado el dolor que surge ante el hecho de no ser eternos y ver que todo es pasajero: en otros términos, el vino permite una liberación transitoria de la conciencia y por eso permite el aprovechamiento pleno del presente. A modo de ejemplo, tómese en cuenta estos versos del poeta persa Omar Khayyam (siglo XI) en los que se refleja una mirada similar a Anacreonte respecto al aprovechamiento del instante: “¿Hasta cuando te adorarás a ti mismo/ y gastarás tus horas persiguiendo el origen del Ser y la Nada?/ Bebe vino. Esta vida a la que sigue la muerte,/ es mejor que la pases ebrio o dormido”. Es aquí, en esta reiterada experiencia de una sabiduría que ha llegado a ser insoportable, en la que Nietzsche basaba su impreciso y magistral diagnóstico del mundo griego. Los griegos conocieron los horrores de la existencia y para poder vivir los encubrieron, ocultándolos bajo el ropaje de sus fiestas y misterios; en un lugar y en un momento donde el máximo sufrimiento se fundía con el mayor gozo provocando el éxtasis. Respecto a los encantos de “la más bella de las diosas” -refiriéndose obviamente a Afrodita, la diosa del amor- nos propone un acercamiento al goce y al placer corporal como afirmación de los instintos y, por consiguiente, del alma tal como se la concebía en el pensamiento mítico griego de los siglos V-IV antes de Cristo. Percibida con deleite en todo el período arcaico –como lo atestiguan los textos de Safo, Arquíloco, Teognis, el propio Anacreonte-, para la poesía griega la carne humana es signo de nuestra fragilidad, pero es también el reino de los placeres efímeros, de las sensaciones inciertas, de poderosos estímulos que al mismo tiempo que nos exaltan, nos afligen o desconciertan. De ahí el temor ante sus apetitos y dolencias, así como ante sus súbitos raptos y derrumbes: en la carne bulle la vida y se fermenta la muerte; mediante la carne percibimos tanto lo que nos fortalece como las enfermedades; a través de ella se encarnan y complementan las potencias femeninas y masculinas del universo; en ella -mediante la cópula- se manifiesta la trilogía animal, humana y divina que acaso somos; esa trilogía que, en la Grecia anterior a la filosofía platónica, se convirtió en una instancia al mismo tiempo sagrada y profana de la sexualidad, entendida como un reflejo de las potencias y los ciclos naturales. Por tal motivo, el hecho de que el yo lírico pida que “la más bella de las diosas/ aun me haga digno de sus encantos” significa el estar en condiciones de seguir sus impulsos para poder reafirmar la vida en su ebullición y celebrarla.
A partir del octavo verso entramos a lo que sería el tercer momento del poema, coincidente con la agudización de la conciencia en torno a la fugacidad de la existencia ante el advenimiento de la vejez queda patente en las metáforas siguientes: “La nieve ha hecho en mi cabeza su corona”; notemos que la corona no pertenece al hombre, sino a la nieve, símbolo del invierno (si bien se presta a la interpretación más simple de las canas, señal del paso del tiempo), de la decadencia de lo vital y de la muerte. La muerte es la reina del hombre y aún en los momentos en que éste se entrega a los placeres, ella pesa sobre él como la única certeza de la cual es capaz: la de su propio fin. Entregarse a los placeres es olvidarse de su sentencia, pero es un olvido que, parádojicamente, se alimenta de su conocimiento, ya que el poeta insta a la intensidad de los placeres porque sabe que no deben ser postergados al futuro, que tal vez no exista. Apelando a la literatura popular contemporánea, podemos citar el planteamiento que Paulo Coelho destaca en su libro Diario de un mago: “Aunque sabe que sus días están contados y todo acabará cuando menos espera, el hombre hace de la vida una lucha digna de un ser eterno. Lo que las personas llaman vanidad: dejar obras, hijos, tratar de que su nombre sea olvidado, yo lo considero como la máxima expresión de la dignidad humana. Ocurre que, frágil criatura, intenta siempre esconder de sí mismo la gran certeza de la muerte. No se da cuenta de que es ella la que lo motiva a realizar las mejores cosas de su vida. Tiene miedo del paso en la oscuridad, del gran terror de lo desconocido, y su única manera de vencer este miedo es olvidando que sus días están contados. No se da cuenta de que, con la muerte, sería capaz de ser más osado, de ir mucho más lejos en sus conquistas diarias, porque no tiene nada que perder, ya que la muerte es inevitable”. Por eso la necesidad de olvidar el sufrimiento de no saberse eterno, pidiendo -mediante el vocativo muchacho- “agua y vino que el alma me adormezcan”, una mezcla muy común en aquella cultura ya que el vino que se hacía era demasiado fuerte y espeso, y generalmente se servía en ocasiones especiales, como las fiestas y las celebraciones religiosas. A modo de remate, obsérvese como los dos últimos versos contienen un tono de carácter sentencioso: “pronto me habrás de enterrar/ y los muertos no beben, no aman, no desean”. El poema recurre a la gradación, o sea, a una sucesión de palabras que van ampliando o matizando el significado de las anteriores. Esta acumulación suele coincidir con los momentos de mayor intensidad y hablamos entonces de clímax: los muertos -sustantivo plural que adquiere en este contexto una valoración simbólica- son los que carecen del impulso de actuar, sumidos en una pasividad en la que no se crece ni deja crecer, tan contraria al mundo poético del autor, sucediéndolo con los verbos que manifiestan una actitud abiertamente activa, reafirmadora de la plenitud de la existencia pues se invita a vivir el instante, que es irrepetible, y afirmar el cuerpo -no negarlo-, asumir nuestras pulsiones, no eludir el amor. De ahí que se destaque, entonces, una de las características propias de la escritura de Anacreonte y que, al mismo tiempo, se corresponde con las características de la poesía monódica: la lírica se centra en el sujeto hablante, no en un conjunto social visto de manera abstracta. Al contrario de la poesía épica al estilo de Homero, en la que se refiere siempre al acontecer heroico de un pueblo que en el fondo no es más que una masa anónima, Anacreonte desdeña lo mítico y se hunde en la contemporaneidad, exalta el presente. De manera que un poema no es lo que ocurrió en otros tiempos, sino lo que está ocurriendo ahora, en el momento en que el lector se pone frente a las imágenes que le ofrece el poeta.




PAUTAS DE ANÁLISIS DEL SEGUNDO POEMA
DE ANACREONTE

Ya se vio que la sencillez es la tónica que rige las composiciones anacreónticas destacándose nuevamente una de las características propias de la escritura de nuestro autor y que, al mismo tiempo, se corresponde con las características de la poesía monódica: la lírica se centra en el sujeto hablante, no en un conjunto social visto de manera abstracta. Al contrario de la poesía épica al estilo de Homero, en la que se refiere siempre al acontecer heroico de un pueblo que en el fondo no es más que una masa anónima, Anacreonte desdeña lo mítico y se hunde en la contemporaneidad, exalta el presente. De manera que un poema no es lo que ocurrió en otros tiempos, sino lo que está ocurriendo ahora, en el momento en que el lector se pone frente a las imágenes que le ofrece el poeta. En el caso de este poema, se toma como punto de partida el temor a la muerte dentro de la cosmovisión religiosa griega. Como es de observar, el poema se inicia con un verso que manifiesta, a modo de lamento, la brevedad de la existencia; y en el segundo se especifica la reacción que surge del yo lírico: “esto me hace llorar a menudo porque temo al Tártaro”. Destáquese la presencia de esa referencia mítica que pide una aclaración: el Tártaro es la región más baja de los infiernos. Según Hesíodo, el Tártaro está tan debajo del Hades como la tierra lo está con respecto al cielo, y está cerrado por puertas de hierro. En algunos relatos Zeus, el dios supremo, después de conducir a los dioses a la victoria sobre los titanes, desterró a su padre, Cronos, y a los demás titanes al Tártaro. El nombre Tártaro llegó a usarse a veces como sinónimo de Hades, o de los Infiernos en general, pero con más frecuencia como el submundo donde se castigaba a los malvados después de la muerte. Cabe preguntarse de qué se siente tan culpable el poeta para ponerse a pensar en tamaño castigo.
Consideremos que las escalas de valores propias de la Grecia Arcaica son muy distintas a las nuestras. Para empezar, recordemos que Anacreonte no se arrepiente de su estilo de vida cortesano, ya que era lo normal y no existía allí ninguna ofensa a los dioses. Sin embargo E. R. Dodds, investigador irlandés, edita en 1951 un libro que puede ayudarnos a entender esta modalidad psicológica de Anacreonte si lo situamos en su contexto: este libro se titula “Los griegos y lo irracional”. Dodds afirma que cuando pasamos de Homero a la literatura fragmentaria de la Época Arcaica -período que nos interesa-, una de las cosas que más nos sorprenden es la conciencia viva de la inseguridad humana y de la condición desvalida del hombre, que tiene su correlato religioso en el sentimiento de la hostilidad divina, mas no en el sentido de que se crea que la divinidad es maligna, sino en el sentido de que hay un Poder y una Sabiduría dominantes, que perpetuamente mantienen al hombre abatido y le impiden remontar su condición. Es el sentimiento que el historiador griego Herodoto expresa diciendo que la divinidad es “celosa y perturbadora”; pero ¿cómo podría ese Poder dominante tener celos de algo tan pobre como el hombre? La idea es más bien que a los dioses les duele todo éxito, toda felicidad que pudiera por un momento elevar nuestra mortalidad por encima de su condición mortal, invadiendo así su prerrogativa.
Tales ideas no eran, desde luego, completamente nuevas. En el canto XXVI de la Ilíada (obra en que se basó la reciente realización cinematográfica Troya), Aquiles, conmovido por fin ante el espectáculo de su quebrantado enemigo Príamo, pronuncia la trágica moraleja de todo el poema: “Porque los dioses han tejido el hilo de la desgraciada humanidad de tal suerte que la vida del hombre tiene que ser dolor, mientras ellos viven exentos de cuidado”. Y sigue con la famosa figura de las dos tinajas, de las cuales Zeus saca sus dones buenos y malos. A algunos hombres se los da mezclados, a otros sólo malos, de modo que vagan atormentados por la faz de la tierra, “olvidados de sus semejantes y de los dioses”. En cuanto al bien puro y sin mezcla, hemos de suponer que es una porción reservada a los dioses. Las tinajas no tienen nada que ver con la justicia; en otro caso la moraleja resultaría falsa. Porque en la Ilíada, el heroísmo no trae la felicidad; su única y suficiente recompensa es la fama. Sin embargo, a pesar de todo, los príncipes de Homero cabalgan atrevidamente sobre su mundo; temen a los dioses sólo como temen a sus señores humanos, y no se sienten oprimidos por el futuro ni aun cuando, como Aquiles, saben que entraña una muerte cada vez más cercana.
Hasta aquí, lo que encontramos en la Época Arcaica no es una creencia diferente, sino una reacción emocional distinta ante la antigua creencia. Escuchemos, por ejemplo, a Simónides de Amorgos: “Zeus controla el cumplimiento de todo cuanto existe y dispone como quiere. Pero la perspicacia no es cosa de los hombres: vivimos como bestias, siempre a merced de lo que nos traiga el día, sin saber nada del resultado que Dios reservará a nuestros actos”. O escuchemos a Teognis: “Ningún hombre, Cirno, es responsable de su propia ruina o de su propio éxito: estas dos cosas son don de los dioses. Ningún hombre puede llevar a cabo una acción y saber si su resultado será bueno o malo... La humanidad, completamente ciega, sigue sus fútiles costumbres; pero los dioses lo encaminan todo al cumplimiento que ellos han proyectado”. La doctrina de la dependencia indefensa del hombre respecto de un Poder arbitrario, no es nueva; pero hay un acento nuevo de desesperación, un énfasis nuevo y amargo en la futilidad de los propósitos humanos. Estamos más cerca del mundo de la poesía intimista de Anacreonte que del mundo de la Ilíada.
Aproximadamente lo mismo ocurre con la idea de phtonos o envidia de los dioses. La noción de que el éxito excesivo incurre en un riesgo sobrenatural, especialmente si uno se gloría de él, ha surgido independientemente en muchas culturas diferentes, y tiene hondas raíces en la naturaleza humana. La Ilíada la desconoce, del mismo modo que desconoce otras supersticiones populares; pero la Odisea, siempre más tolerante con el modo de pensar de su época, permite a Calipso -uno de los primeros personajes que aparecen en ese poema épico- exclamar malhumorada que los dioses son los seres más celosos del mundo: le regatean a uno un poco de felicidad. Es claro, no obstante, por la jactancia incontenida en que el hombre homérico se complace, que no toma muy en serio los peligros del phtonos. Sólo a mediados de la Época Arcaica y a principios de la Época Clásica se convierte la idea del phtonos en una amenaza opresiva, en fuente o expresión de una angustia religiosa. Los autores de esta época moralizan a veces, aunque no siempre, la “envidia de los dioses”, interpretándolo como némesis, o sea, una justa indignación. Entre la ofensa primitiva del éxito excesivo y su castigo por la deidad celosa se inserta un planteamiento de carácter religioso: se dice que el éxito produce la complacencia del hombre a quien le ha ido demasiado bien que, a su vez, engendra hybris, arrogancia u orgullo de palabra o aun de pensamiento. Así interpretada, la antigua creencia resultaba más racional, pero no por esto era menos asfixiante: los hombres sabían que era peligroso ser feliz. De allí que Anacreonte, cantor de los placeres del buen vino, la sexualidad y la alegría, temiera el Tártaro: él fue un hombre feliz a pesar de los dioses. Sin embargo, hay otras interpretaciones igualmente válidas: recordemos que los griegos anteriores al siglo V no conocieron la inmortalidad del alma (por lo menos, tal como se la concibe en el cristianismo), aunque sí afirmaran que lo que prevalece en la muerte es la imagen corporal del hombre mismo, que vaga en el Hades como una sombra, una pura nada. Aunque también existe la noción de “alma” como el yo viviente regido por nuestros instintos e impulsos. En otros términos, el lado puramente emocional del ser humano. Se habla, entonces, del alma como la sede del valor, de la pasión, etc. De allí que morir, para Anacreonte, signifique justamente un estado de privación de todo lo que nos hace ser hombres: el amor y el deseo.
En el cuarto y quinto versos del texto estudiado, iniciados con un infinitivo (“bajar”) que funciona a modo de sustantivo y que generaliza una acción de modo impersonal (o sea, refiriéndola a todos nosotros), se especifica la naturaleza terrible de ese descenso a través de dos adjetivos calificadores, que no apuntan al sentido físico sino al psicológico: “sobrecogedor y doloroso”. Si bien este texto es reconocible como poema lírico monódico, tales adjetivos empleados plantean una visión elegíaca en el sentido de “canto de duelo”. Salvando las enormes diferencias de tiempo y lugar, Kierkegaard (filósofo danés del siglo XIX) planteaba que este tipo de desesperación también surge de la relación que el hombre tiene consigo mismo: sabe que, por más opciones que tenga para encauzar su existencia, dándole un sentido o no, siempre terminará chocando contra nuestra condición finita. Por eso la muerte es dolorosa para Anacreonte y, en extensión, para todo el género humano: porque la plenitud total del amor y y del deseo, por más que se lo persiga, no es posible.

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