lunes, 1 de febrero de 2010

Análisis del monólogo de Fray Lorenzo. Escena tercera del Acto II

Análisis del monólogo de Fray Lorenzo. Escena tercera del Acto II (por martín palacio gamboa)

Si buscáramos una caracterización de Fray Lorenzo, el discurso acotacional no nos indicaría gran cosa: tan sólo se nos dice que lleva una cesta. Pero si atendiéramos al conjunto total de la obra estudiada, descubriremos una serie de valoraciones positivas que, en relación a él, el autor coloca en boca de varios personajes (“venerable y santo hombre”, “buen consejero”, “guía espiritual”). Además, vale recordar el importante papel que cumple dentro de la trama argumental: conocedor del amor entre Romeo y Julieta (a quienes los casa en una ceremonia secreta, ya que la situación de las familias Montesco y Capuleto no lo permitiría en público), busca la forma apropiada para que los jóvenes amantes puedan estar juntos, una vez que Romeo ha sido desterrado por matar a su primo Tibaldo. Y creyendo encontrar la solución de ese problema, el sacerdote termina por provocar -a su pesar- el final trágico de ambos, gracias a una sucesión de situaciones equívocas y desencuentros. Sin embargo, es de destacar algunos aspectos de su psicología que se transparentan en la lectura de la escena tres del Acto Segundo, y que Gustav Landauer -crítico literario alemán de principios del siglo XX- describe a la perfección: “este franciscano del auge del Renacimiento es uno de los más hermosos personajes de Shakespeare. Comparte una doble condición que es la de ser un hombre de mundo sabio a la vez que un sabio hombre de mundo, que conoce para toda pena un único remedio: la filosofía. Para este sacerdote, la tierra y el cielo, el amor sensual y la razón, todo es uno; todo se da cita en el alma del hombre de bien, que se domina y mide sus pasos. Es un racionalista lleno de sentimiento y de humanismo, y como es conocedor de la naturaleza y de sus fuerzas saludables, así es conocedor de las almas y domador de las almas”. En otros términos, vemos en Fray Lorenzo al único que trata de mantener el equilibrio entre las fuerzas contrarias que dominan la naturaleza humana en un entorno altamente conflictivo. Se podría, incluso, decir, que es la mejor representación de la razón pre-moderna (estamos hablando de un contexto histórico-filosófico preciso, que es el siglo XVI) en un entramado de personajes movidos por el vaivén de sus pasiones. Recuérdese este fragmento gnómico del monólogo que estamos analizando y que más adelante volveremos a tomar: “...llevamos dentro de nosotros dos potencias enemigas: la gracia, que viene de Dios, y la voluntad, que proviene de nosotros. Cuando la potencia grosera nos domina, la muerte del alma nos devora y la flor se marchita y desaparece”.
Espacialmente, el discurso acotacional nos ubica en una celda, o sea un lugar cerrado (ya hemos comentado en la escena dos del Acto segundo las connotaciones simbólicas que este tipo de lugar contiene). Obviamente, si relacionamos la denominación del personaje que domina esta escena con la palabra “celda”, veremos que no se corresponde con el sentido de prisión o cárcel y sí con el de habitación pequeña, propia de los conventos. Por lo tanto, a modo de redundancia, se nos vuelve a indicar la categoría social de Fray Lorenzo. Además, leyendo con atención su parlamento, lo vemos de regreso de un paseo al amanecer en busca de hierbas, estableciendo así la coordenada temporal en el uso de la siguiente perífrasis: “Las nubes de Oriente se tiñen de luz y el ojo de la mañana sonríe a la Naturaleza. La noche se retira; las sombras, ya transparentes, huyen y ruedan confusas hacia Occidente, como un hombre ebrio que vacila al andar. El carro con ruedas de fuego avanza, trazando al día su camino”. Vale preguntarse por qué se insiste tanto en esta modalidad descriptiva del lenguaje: si tomamos en cuenta la caracterización del teatro isabelino, veremos que, más que de escenotecnia, se echa mano de elementos decorativos esquemáticos para indicar la ambientación de la acción. De ahí la relevancia de los objetos para la configuración simbólica y afectiva de la representación, así como la ubicación de las diversas escenas de una obra. Los objetos se pueblan de este modo de una referencialidad múltiple. Si los personajes llevan antorchas en la mano (véase la escena cuatro del Acto Primero) es que se trata de una escena nocturna; simples arbustos en macetas nos trasladan a un bosque; el trono sitúa la acción en palacio; la corona será símbolo de realeza; la cesta llena de hierbas y flores (que es nuestro caso específico) plantea la condición de boticario que nuestro personaje en cuestión ejerce -aparte de llevar un vestuario que indique su pertenencia al clero. Esta ausencia de decorado (debido a motivos generalmente económicos) y, por consiguiente, de localización referencial de la acción, es suplida por el propio texto, encargado de decir dónde y cuándo se la sitúa a cada momento. Cuando el dramaturgo no lo indicaba así, solía hacerlo el actor de turno, hecho observable en esta escena a través del uso de la perífrasis citada, lo que permite una gran agilidad en la acción, evitando interrupciones bruscas entre las escenas.
Al analizar el texto anterior (o sea, el encuentro nocturno de los jóvenes amantes) desde un enfoque estructural, se caracterizó al monólogo como modalidad teatral que consiste en presentar el discurso de un solo hablante, erigiéndose también como lenguaje interiorizado entre un yo locutor y un yo receptor. Con frecuencia el yo locutor es el único que habla, pero el yo receptor permanece presente; o sea, su presencia es necesaria y suficiente para volver significativa la enunciación del yo locutor. También habíamos afirmado que, aparte de romper la objetividad del drama y abrir una especie de paréntesis en la acción, el monólogo generalmente aparece cuando el (o los) protagonista(s) descubre(n) una lucha de conciencia o llevan a cabo el repaso de su situación. Si bien esta observación corresponde perfectamente a Romeo y Julieta en tanto personajes, necesita alguna especificación en relación a Fray Lorenzo.
Su monólogo no se caracteriza por ser lírico, es decir, no expresa precisamente sentimientos y emociones. Para ser exactos, Fray Lorenzo plantea una serie de consideraciones sobre una temática presente en la filosofía europea del período renacentista: el naturalismo, o sea el interés por la indagación directa de la naturaleza ya que en ella se refleja el misterio de la complejidad del alma humana. En consecuencia, el parlamento de Fray Lorenzo se acerca a un discurrir poético/filosófico; o, como diría Wolfgang Kayser en su libro “Interpretación y análisis de la obra literaria”, nos encontramos frente a un modelo de monólogo reflexivo. Su discurso refleja una ilación argumentativa que se contrapone a los anacolutos de Romeo y a la pasionalidad -aparentemente serena- de Julieta.
Los recursos estilísticos empleados aquí van configurando aquello de la racionalidad oximorónica, que se alimenta –literariamente hablando- de la estética barroca. Las antítesis abundan y confirman tal planteo, como es de observar en el siguiente ejemplo: “Madre de todos los seres, la tierra los sepulta a todos; la tierra, que todo lo produce, es la tumba inmensa adonde todo va a parar. Es ataúd y es matriz. La vida y la muerte se confunden...” Surgidas de los tratados místicos medievales y ampliados sus sentidos en la poética de Petrarca, la antítesis y el oxímoron plantean la búsqueda de una verdad más amplia al unir dos conceptos o razonamientos contradictorios, ya que todo se reduce a un dualismo presente en la realidad que sólo se lo resuelve asumiéndolo: no existe lo bueno o lo malo, la luz o la oscuridad. Lo que sí existe es lo bueno y lo malo, lo luminoso y lo oscuro. Si se quiere, estamos aquí frente a un rechazo de la lógica aristotélica: recuérdese que la maquinaria de la deducción lógica fue establecida por el filósofo griego con los principios de la identidad, la no-contradicción y el tercero excluido. El principio de identidad afirma que toda cosa es igual a sí misma. A es A. De P siempre se infiere P. Según el principio de la no-contradicción, ninguna cosa puede ser y no ser. A no puede ser B y, al mismo tiempo, no ser B. Dos proposiciones contradictorias (P y -P) no pueden ser las dos verdaderas. Al principio del tercero excluido la lógica tradicional lo formuló así: o A es B, o A no es B. Ahora lo leemos del siguiente modo: o bien P es verdadera, o bien su negación (-P) lo es. Entre dos proposiciones contradictorias no hay una tercera posibilidad, la tercera está excluida. Sin embargo, Shakespeare pone en boca de Fray Lorenzo una modalidad de ver el mundo más amplia y más profunda, en el que la coincidencia de los opuestos no sólo se realiza en el universo, sino también en el hombre. Esta posición implica una superación del modo común de razonar que se funda en el principio de la no-contradicción: Nicolás de Cusa, filósofo alemán del siglo XV, justifica esa nueva modalidad de la razón distinguiendo los siguientes grados de conocimiento: a) la percepción sensorial es siempre positiva o afirmativa; b) después, la razón establece la diferencia, mantiene los opuestos separados, afirmando y negando, de acuerdo con el principio de la no-contradicción; y c) en fin, el intelecto eleva la afirmación y la negación para la coincidencia de los opuestos. Esta teorización explicita una razón transversal, o sea, una razón que supera la linealidad que siempre simplifica los hechos (y, por lo tanto, los falsea), a la vez que es capaz de hacer “pliegues” o “doblajes”. La palabra latina para el término “pliegue” es plica. Por eso, en los juegos verbales que Nicolás de Cusa utiliza en su sistema de pensamiento (com-plicar, ex-plicar, u otras como im-plicar, multi-plicar) está subyacente una razón no-lineal. Aquí se exigen “en-doblamientos” y “des-doblamientos” que articulen el mundo en ese entrecruzamientos de polaridades y referencias que constituyen su riqueza. La razón lineal (propia de la lógica aristotélica) es sustentada por una lógica de una única superficie, que no es capaz de com-plicar la realidad, aceptarla en su verdadero ser, pues la misma se manifestará constantemente en toda su contradicción. O, como diría Fray Lorenzo, “no hay un objeto terrestre, por innoble que sea, que no tenga su cualidad secreta; no hay un objeto, por benéfico y precioso que parezca, que no se descomponga, y rebelándose contra su origen, no pueda llegar a ser funesto”.
Nuestro personaje acepta que la naturaleza abarque, como principio que es de cambio y movimiento, la presencia complementaria de los opuestos mencionados en la cita. Ahora bien, si se pretende regir sobre ella y sacar provecho, debe tenerse en cuenta la dosis, el cómo utilizar lo que la tierra prodiga generosamente: “En este ligero cáliz, en esta frágil flor, se ocultan a la vez la muerte y la vida, el veneno y el deleite. Su suave perfume embelesa los sentidos y los excita, y si se gusta su peligroso jugo, el corazón se hiela y el hombre muere”. Obviamente, queda en entrelíneas que, si bien el hombre reina sobre la creación entera, todo dependerá de las opciones que tome en relación a ella. La flor será portadora de daño, a la vez que será portadora de antídoto; dependerá de las intenciones de quien la use. De este modo, el amor de Romeo y Julieta provoca en ellos placer y éxtasis, pero los termina llevando a la muerte; este final trágico sería fruto de un desborde, de un exceso, de la misma manera que la sustancia que cura, en exceso mata. Por otro lado, algo similar sucede con la acción de Fray Lorenzo: lo que el concebía como un remedio para la situación de los amantes, termina por llevarlos a la muerte. Lo originalmente bueno siempre corre el riesgo de transformarse en malo. La tragedia como género dramático nace de una concepción en la que lo trágico es la naturaleza del ser humano. El cosmos, el universo, es un orden, posee determinado equilibrio; en el ser humano ese equilibrio es muy delicado, pues no hace parte del mundo natural del mismo modo que los demás seres, sino que posee razón y voluntad. Ellas hacen que el ser humano se eleve por sobre las otras especies, le permiten crear, transformar, pero el peligro no está en la naturaleza, sino justamente en la acción; modificar el orden tal como existe conlleva el riesgo del error. En este caso, la flor no es responsable de su veneno ni de su medicina, es el hombre quien extrae de ella lo bueno o lo malo; siempre es él el responsable, la naturaleza es inocente porque no actúa, cumple simplemente el ciclo que le fue dado. En otros términos, las palabras de Fray Lorenzo no son sólo reflexivas sobre la naturaleza humana, sino que resultan ser un buen ejemplo de prolepsis, pues anuncian aspectos importantes en el desenlace de la trama argumental. Lo que él considera como una posibilidad, se termina realizando.
Ahora bien, de estar de acuerdo con Fray Lorenzo, veremos que de su monólogo se desprende una valoración ética que nos remite ineludiblemente a San Agustín: “...llevamos dentro de nosotros dos potencias enemigas: la gracia, que viene de Dios, y la voluntad, que proviene de nosotros. Cuando la potencia grosera nos domina, la muerte del alma nos devora y la flor se marchita y desaparece”. Antes de entrar en detalles, expliquemos lo que es “gracia” y “voluntad”: por “gracia” se entiende la donación que hace Dios al hombre con referencia a la salvación de su alma, independientemente de los méritos del hombre mismo. La voluntad, en cambio, se la concibe como el principio de toda acción, un conjunto de tendencias naturales que no están sometidas a la razón (algo similar, en lo que en el lenguaje actual, correspondería a lo instintivo). Teniendo claro estos aspectos, las dos últimas oraciones que encierran de manera conclusiva el texto estudiado afirman que la gracia divina se revela en el hombre como libertad, como búsqueda de la verdad y del bien, el alejamiento del error y del vicio, la aspiración a la impecabilidad final. El problema consiste en el momento mismo que “la potencia grosera nos domina”, o sea la voluntad, marcada por el pecado original que ha hecho de nuestra naturaleza un signo de corrupción. Quien se deje dominar por sus pasiones o sus tendencias últimas, tan sólo puede consumirse y echar a perder la salvación de su alma, hecho que aparece -desgraciadamente- en todos los personajes de la obra y, en especial, Romeo y Julieta cuando deciden suicidarse. La violencia y su tragicidad en el entorno de los jóvenes amantes (y que, a su vez, los devorará) somatizan ese aspecto destacado por Fray Lorenzo. Por eso la imagen de la flor surge en este monólogo no sólo como sinónimo metafórico de lo que implica el amor que Romeo y Julieta sienten, del carácter profético que adquieren las observaciones del sacerdote, sino también de la condición humana, no sólo por contener lo bueno y lo malo, sino también por su belleza y su fragilidad ante lo terrible de su destino.

Análisis de la escena II del Acto Segundo -el encuentro nocturno de Romeo y Julieta-

Análisis de la escena II del Acto Segundo
-el encuentro nocturno de Romeo y Julieta- (por martín palacio gamboa)

Después de analizar el diálogo de Mercucio y Romeo, escena que anticipa no sólo una de las situaciones dramáticas más importantes de la obra sino que perfila -de manera definida- los personajes en cuestión a modo de etopeya, nos centraremos en el nocturno encuentro de Romeo y Julieta.
Uno de los aspectos a tener en cuenta son las coordenadas espaciotemporales que el discurso acotacional define y que, a su vez, se vuelve indicio de algunos trucos escenográficos de Shakespeare. Veamos: respecto a los espacios, Romeo y Julieta hace uso de los mismos desde una perspectiva dual, o sea, nos encontramos con espacios abiertos y cerrados. En el conjunto total de la obra, los primeros se centran en la plaza pública, la calle (por ejemplo, la de la escena IV del acto primero), un cementerio; en relación con los cerrados, el dormitorio de Julieta, y el panteón de los Capuletos. Como espacio intermedio, se encuentra el interior del jardín de los Capuletos, de profunda significación en la escena que estamos estudiando ahora. Por otro lado, recordemos que cada uno de estos espacios apunta siempre a lo siguiente: en los lugares abiertos ocurren los enfrentamientos entre las dos familias, con los consecuentes derramamientos de sangre; esto, a su vez, da pie a que la misma gente de la ciudad sienta muy cercano este conflicto. En los lugares cerrados, hay dos tipos de modalidades: por un lado, la sala en casa de los Capuletos como símbolo de una rigidez y una austeridad a toda prueba; por otro, los relacionados propiamente tal con los dos protagonistas, con ese amor guardado en el más absoluto silencio, si tomamos como puntos de excepción la presencia de Fray Lorenzo y la nodriza. El jardín, ya como primera ubicación espacial de la declaración apasionada de los protagonistas, recupera también su sentido simbólico -propio de la tradición religiosa que comparte la cultura europea de la época- de paraíso terrenal y celestial, del vínculo perfecto entre lo divino y lo humano (recuérdese el proceso dialéctico que subyace en la poesía amatoria y que se inaugura con la canción trovadoresca de origen cátaro y el dolce stil nuovo entre los siglos XI y XIV: lo divino se humaniza a través de la pasión humanamente carnal a la vez que esta última se diviniza, se realiza una exaltación del cuerpo y su belleza como indicios de la perfección inherente a la Creación). Pero también téngase en cuenta que el jardín rodeado de muros, al que sólo se puede acceder a través de una puerta estrecha, simboliza también -desde una perspectiva netamente masculina- la intimidad del cuerpo femenino, lo que no se contradice con la fuerte carga erótica de la trama y el acto de entrega que Julieta verbalizará un poco después del comienzo de esta escena.
Respecto al tiempo, este factor juega un papel fundamental en la tragedia; incluso, podemos decir que se transforma en un elemento trágico. Da la sensación de que Shakespeare tuvo especial cuidado en estructurar las acciones en función de las categorías temporales. Si vamos al caso, la acción dramática en general se desarrolla en pocos días; esa condensación está marcada en el simbolismo otorgado a lo que es la noche (hora del encuentro amoroso) y la mañana (la imposibilidad de ese mismo encuentro. Léase uno de los parlamentos últimos de Julieta en el balcón: “El día se acerca. Quisiera que ya te hubieses marchado, y al mismo tiempo deseo que no te alejes”) desde la perspectiva de los protagonistas. Una observación curiosa: en esta obra la noche representa una instancia de la reafirmación vital de los amantes pero, por otro lado, no deja de suscitar la presencia de lo irracional, lo inconsciente y la muerte como posibilidad cercana a través de los reiterados usos de la prolepsis: “La felicidad de esta noche tiene un empuje demasiado impetuoso, que me inspira recelo y temor. Es como el relámpago ardiente que brilla, pasa y muere antes que hayamos tenido tiempo de decir: “¡Qué relámpago!...”. Y es de destacar que en esta coordenada temporal se conjugan, oximorónicamente, dos fuerzas contrarias que irrumpirán en la trama argumental arrasando con la existencia de Romeo y Julieta y los demás personajes. Novalis, poeta alemán de finales del siglo XVIII y que anticipa el movimiento romanticista del siglo XIX, desarrollará una idea similar: la noche siempre tendrá una preponderancia mayor sobre el reino de la luz porque en la oscuridad se vuelve a instalar la unidad de los seres, del mundo y la naturaleza, tal como era al inicio de los tiempos, recuperando así la armonía perdida entre el hombre y el cosmos (en el caso del texto dramático estudiado, el restablecimiento de la armonía perdida entre las dos familias en pugna a través de la pasión de los amantes). El día, sin embargo, representa con su claridad el predominio de una razón que llega a ser tiránica y establece la división en todas las escalas de la creación por excederse en la evidencia aparente de las diferencias (como ya se ha visto, la imposición de la ley y el orden, pero paradójicamente también de la violencia latente en el entorno social de la ciudad de Verona). Volviendo a la obra estudiada, hemos de puntualizar que, tan importante como el tiempo cronológico, también lo es el tiempo interior y subjetivo. Esto lo visualizamos con claridad en los personajes principales: desde que se conocieron, viven en función del otro, a pesar de que el ser amado no pueda estar presente: Romeo, al final de esta escena, dice que “el amante, cuando se aproxima al objeto amado, marcha veloz y contento; pero cuando se aleja, lleva en la frente el sello de la melancolía y camina con paso tardo y vacilante, como el niño que va a la escuela”. De manera similar Julieta, al preguntar a Romeo a qué hora quiere que le envíe un mensajero para el próximo encuentro, y él le contesta que a las nueve, ella repone que “no lo olvidaré. De aquí a entonces voy a creer que pasan veinte años”. Así, los encuentros amorosos de Romeo y Julieta están caracterizados por una mágica detención del tiempo (atemporalidad) y por la poesía que irradian sus presencias.
Estructuralmente hablando, se destaca al inicio de esta escena la recurrencia al monólogo, especialmente el lírico, ya que en él se expresan sentimientos y emociones; es decir, si bien Romeo y Julieta comparten el mismo espacio (aunque desde perspectivas distintas: Romeo junto al muro, en ademán de estar escuchando las bromas de sus amigos; luego, Julieta, en un balcón), el contacto total -dialógico- no se manifiesta hasta después de la declaración de amor que la muchacha hace pensando estar sola. Como modalidad teatral que consiste en presentar el discurso de un solo hablante, el monólogo se erige también como lenguaje interiorizado entre un yo locutor y un yo receptor. Con frecuencia el yo locutor es el único que habla, pero el yo receptor permanece presente; su presencia es necesaria y suficiente para volver significativa la enunciación del yo locutor. Y, aparte de romper la objetividad del drama y abrir una especie de paréntesis en la acción, el monólogo generalmente aparece cuando el (o los) protagonista(s) descubre(n) una lucha de conciencia o llevan a cabo el repaso de su situación: Romeo trata de ordenar en su intimidad el impacto causado por la recíproca atracción súbita entre él y Julieta; ella toma conciencia inmediata y lúcida de lo que implica socialmente el aceptar las consecuencias de esa pasión que no ha hecho sino comenzar. Esas dos posiciones psicológicas, aparentemente antitéticas, se complementan, aunque las diferenciaciones discursivas subyacentes son demasiado obvias como para no detenernos en ellas. Mientras el autor coloca en los parlamentos del muchacho ciertos recursos de estilo como el anacoluto y la hipérbole que reflejan su desasosiego (“¡Silencio! ¡Oigo abrir una ventana! ¿Qué luz veo brillar en ella? ¡Oh, claridad bienhechora y pura! ¡Es Julieta! ¡Julieta! ¡Sol y aurora de mi vida!”), en Julieta aparecen frases interjectivas de dolor (“¡Ay de mí!”) y evocaciones de la impresión que le dejó “el joven Montesco” a través de un lenguaje sereno que refleja resignación y aceptación fatalista de su destino: “¡Romeo!¡Romeo!¿Por qué eres tú, Romeo? Reniega de tu padre, abjura de tu nombre, y si no quieres hacer eso, jura que me amarás, y yo cesaré de ser Julieta Capuleto”. Respecto a los diálogos, ya vimos que se destacan en ellos la personificación del amor como fuerza o potencia que arrastra a todos los que la vivencian, al igual que la “Canción” de Dante Alighieri y que recuerda al “daimon” del que hablaba Sócrates en El Banquete:

JULIETA - ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Para qué estás ahí? Dímelo. Los muros de este jardín son muy altos y difíciles de escalar. Este sitio representa la muerte para ti, que eres un Montesco, si es que te encuentra alguno de mis parientes.
ROMEO - El amor me prestó sus alas, y desaparecieron todos los obstáculos. ¿Qué es el amor una muralla de piedra? A todo lo que quiere se atreve, y yo no temo la cólera de tus parientes.
JULIETA - ¡Si te viesen, te matarían!
ROMEO - Hay para mí más peligro en tus ojos que afrontar veinte espadas desnudas. Concédeme tan sólo una dulce mirada, y eso me basta para desafiar el furor de todos.
JULIETA - Por el mundo entero, no quisiera que te viesen aquí.
ROMEO - El manto de la noche me cubre y me oculta a sus ojos. Ámame tú, que lo demás me importa poco. La vida sin tu amor no es nada para mí; preferiré que me la quiten.
JULIETA - ¿Pero cómo has venido hasta aquí? ¿Quién te ha guiado?
ROMEO - Sólo el amor. Él ha guiado mis ojos y mis pasos; yo no he hecho más que seguirle. No soy piloto; pero si para encontrarte fuera necesario ir a las playas más lejanas, atravesando toda la extensión del mar, iría sin vacilar a probar fortuna, arrostrando los naufragios, y arriesgándolo todo para conseguir un tesoro tan precioso como eres tú.

Pero recuérdese que también se hace presente esa concatenación de metáforas y paralelismos psicocósmicos -en un tono enfático otorgado por las interjecciones y los signos de exclamación- que remarcan la interrelación de la naturaleza en todas sus manifestaciones con el despertar de la pasión de los jóvenes amantes. Incluso es dable relacionarlo con el planteo de León Hebreo, filósofo sefardí, para quien el amor es el principio que rige todos los seres del universo; o sea, es la idea de las ideas, tiene un origen divino y es la finalidad de toda forma de movimiento. La realidad de cada ser no es sino su grado de amor (o como diría Romeo, repitiendo la cita ya hecha al respecto, “ámame tú, que lo demás me importa poco. La vida sin tu amor no es nada para mí; preferiré que me la quiten”. Por su parte, Julieta afirmará más adelante que “mi deseo de agradarte no tiene límites, como no los tiene el ancho mar; mi amor es tan profundo como él. Cuando más te doy, más tengo. Mi amor y el mar son infinitos”), lo que se contrapone a la visión escéptica de Mercucio en la escena IV del acto primero al opinar que si la vida del hombre se parece a un sueño y el sueño no es más que el vacío de una cabeza desocupada, entonces el hombre sólo es no siendo, es decir, en la muerte, en su propia aniquilación. Igualmente es observable, en los parlamentos de Romeo y Julieta, otras influencias como la de Marsilio Ficino. Para este filósofo italiano, el amor humano es una preparación para el amor divino ya que todo parte de la semejanza. Y cuando el amor es verdadero los amantes se identifican el uno con el otro, haciendo que el amor solitario pase a ser amor recíproco. O sea, semejanza y reciprocidad fundamentan su estructura: “La semejanza es lo que genera el amor. La semejanza es una cierta naturaleza igual en varios. Pues si yo soy semejante a ti, tu también eres necesariamente semejante a mí. Por lo tanto, la misma semejanza que me impele a que yo te ame -así como tú me amas- te obliga también a que me ames”. Esa característica es observable en la mutua divinización que la joven pareja realiza de sí misma: en el primer monólogo Romeo, refiriéndose a la visión que tiene de Julieta, le dice “Mensajero de Dios”, a quien “los mortales levantan la cabeza”, trastornándolos “su asombro”, quedando “con los ojos fijos en el cielo, sin poder apartarlos de la contemplación del prodigio”. Y cuando él le pregunta a su amada qué juramento quiere que le haga como demostración de amor, ella contesta: “Ninguno; o mejor, toma por testigo a mi dios, a mi ídolo sagrado, a ti mismo, que eres mi ídolo encantador: entonces tendré fe en tu juramento”. En otros términos, por medio de esta experiencia, el amador se transforma en la cosa amada haciendo que posea en sí mismo lo más deseado. Ahora bien, y siguiendo con el razonamiento de Ficino, a pesar de esa profunda unión, los amantes no saben exactamente que es lo que uno busca en el otro. Quieren siempre más y ya no saben lo que significa ese más. Sienten una nostalgia arraigada, pero difícilmente logren determinar toda su extensión. Sufren cuando aman y desconocen el por qué sufren, y de ahí que la semejanza y la reciprocidad no resuelvan tal misterio. En primera instancia, porque la sed de quien ama no se aplaca al ver o al tocar el cuerpo del ser amado. No desea este cuerpo o aquel; lo que sí desea es el resplandor divino manifestado en el otro. Según Ficino, en sus Comentarios al Banquete, la presencia de Dios es como un suave perfume que hace presentir el sabor de un fruto ignorado. Igualmente, el temor y la reverencia del amante al ver su amado (o viceversa) es un temor inconsciente ante la teofanía:

ROMEO (alto, a Julieta) – Te cojo la palabra, Julieta. Dime tan sólo: “¡Amado mío!”, dame ese nuevo bautismo, y nunca, ¡oh!, nunca volveré a ser Romeo.
JULIETA (mirando debajo del balcón) - ¿Quién eres tú, que me escuchas? ¿Tú, a quien la noche envuelve y que sorprende mis pensamientos más secretos?
ROMEO – No me atrevo a decirte mi nombre; es un nombre que aborrezco, ¡oh, mi adorada santa!... Le detesto por ser enemigo de la que amo. ¡Si lo tuviese escrito aquí ante mis ojos, haría pedazos las letras que lo componen!

Tal vez por eso mismo es que el amor se transforma, a partir de este momento, en una fuerza transgresora: va más allá de los prejuicios y los valores establecidos por un conjunto social. También va más allá de lo de lo que el lenguaje mismo puede expresar: los conceptos tan sólo obstruyen la verdadera esencia de las cosas y los seres, apenas son convenciones arbitrarias que no permiten captar su sentido real: las palabras no constituyen la identidad de lo que nombran. O sea, se plantea aquí una crítica al alcance de la comunicabilidad humana respecto a la vivencia amorosa en toda su intensidad. Julieta lo dice bellamente en su breve monólogo, incluso jugando verbalmente con la enumeración sinecdóquica, en el siguiente fragmento: “Tú no eres mi enemigo; lo es tu nombre, tu nombre solo. Tú eres tú y no eres un Montesco. ¿Qué es un Montesco? Esos brazos, esa cabeza, esos cabellos, no componen un Montesco... Todo eso te compone a ti... ¡Cambia de nombre! ¡Un nombre no es nada! Demos a una rosa otro nombre, y no por ello dejará de agradarnos: su perfume no será por eso menos suave. Si Romeo tuviese otro nombre, toda su gracia y su perfección quedarían en él, que es a quien yo amo. ¡Borra tu nombre, oh Romeo, ese nombre que no es nada, ese nombre que no constituye tu ser!”. De allí que lo inexpresable de la pasión y su vínculo afectivo sólo se diga a través de la metáfora y la comparación, reiteradas en términos como “luz”, “relámpago”, “halcón”, “esclava” y “señor”. En relación a la acción, la misma se logra en el fragmento estudiado con un diálogo movido aunque, para promover un clima de expectación en el que todo cuidado es poco, Shakespeare incorpora algunos recursos escénicos como los datos exteriores por boca de la misma muchacha respecto a la probable furia de su parentela, y la voz de la nodriza -que hasta ese momento no sabe nada de lo que está ocurriendo y que, por eso mismo, no deja de ser un peligro latente- tras los bastidores. Estos elementos son necesarios para que la construcción de este episodio no corra peligro de volverse monótono, a la vez que fomenta en el espectador una especie de tensión ascendiente (o aumentativa) haciéndole creer que las fuerzas protagónicas lograrán sus objetivos hasta llegar al clímax del tercer acto, cuando Romeo mata a Tibaldo. Lo que en cierta forma pudo haber sido la superación de un difícil obstáculo, ya que Tibaldo es el más empecinado enemigo de Romeo, se transforma finalmente en un callejón sin salida al condenárselo a destierro, desencadenando así una peripecia de desencuentros y malentendidos que originará el final trágico del drama.

Análisis y comentario de la escena IV del primer acto de “Romeo y Julieta”

Análisis y comentario de la escena IV del primer acto
de “Romeo y Julieta”, de William Shakespeare (por martín palacio gamboa)


“Romeo y Julieta” es una de las primeras tragedias escritas por el autor inglés, cuando éste tenía cerca de treinta años. Las fuentes argumentales de este texto dramático se encuentran ya en el cronista italiano Luigi da Porta en una publicación aparecida por el año 1524. Tomó gran vuelo por la versión en que el escritor Bandello la presento en su colección de cuentos largada en 1554. Lo más probable es que la historieta haya pasado a Inglaterra por intermedio de una adaptación en francés. En 1562, Arthur Brooke la narra en un poema épico y, en 1567, Paynter la adapta para su recopilación de novelas cortas, titulada “Palacio del Placer”. Estas dos versiones son la fuente de Shakespeare quien, como es habitual en él, se atiene fielmente a su modelo en lo que al suceso extrínseco respecta. Lo que, amén de los abundantes episodios, Shakespeare añadió a la acción principal, gira en torno a un personaje que parece ser, casi íntegramente, de su invención: Mercurio.
Sobre si existió la famosa historia de estos amantes desdichados, las probabilidades son muy pocas (por no decir nulas). Masuccio, historiador genovés, nos relata por el año 1476 que un caso muy parecido sucedió en la ciudad de Siena, y Dante, quien habla de los Capelletti y los Monteschi -pero presentando a ambos como gibelinos- no hace mención ni de sus desavenencias ni de la pareja de enamorados en sus cartas de destierro. El hecho de que otro historiador como Girolamo della Corte en el 1595 relata el asunto como realmente acontecido, no comprueba su veracidad como tampoco la atestigua aquel pétreo ataúd de Julieta que se exhibe aún en nuestros días en Verona.
Sin menoscabo de ese impulso vital que, en algunos, puede conducir a la disminución de la profundidad de las pasiones en juego, es indudable que “Romeo y Julieta” lleva en si las principales características que conforman toda tragedia. Romeo y Julieta, por factores ajenos a ellos mismos (el odio profundo y duradero de sus familias, los Montescos y Capuletos), no pueden realizarse plenamente como pareja, pues sus encuentros y desencuentros están condicionados por un impedimento que va más allá de sus propias motivaciones. Desean una felicidad que, a fin de cuentas, les es negada; por esto mismo, su lucha por superar un destino fatal termina siendo infructuosa en cuanto a que no les es posible vencer un funesto desenlace. En todo caso, la desgracia de los jóvenes amantes servirá para que las dos familias en pugna se reconcilien y se den cuenta de hasta dónde puede conducir una enemistad basada en razones meramente circunstanciales. Desde un principio, a través del desarrollo de los acontecimientos y de los presentimientos negativos que van teniendo los mismos personajes, nos vamos percatando de que Romeo y Julieta son dos seres condenados a morir (véase al final del fragmento estudiado en clase, el siguiente parlamento de Romeo: “Tengo en mi cabeza no se qué triste pensamiento. Me parece que una desgracia, envuelta aun en un incierto porvenir, va a datar de esta fiesta nocturna. Creo entrever la muerte amarga, dolorosa, prematura, amenazando oscuramente a esta vida que en tan poco aprecio”).
En el caso específico o sea, la escena IV del acto primero, se establece un diálogo entre Mercurio y Romeo al dirigirse al baile organizado por Capuleto una noche, “seguidos de una multitud de jóvenes con disfraces y sin ellos, y escoltados por servidores que llevan antorchas”. La conversación entablada es reveladora de múltiples aspectos: las personalidades de ambos personajes, los subtemas presentes en relación al eje temático central, que es el amor, y un profundo sentido escéptico (cuando no trágico) de la vida, prevaleciente en más de una obra de Shakespeare. Veamos uno de los puntos planteados: si definimos como tema una “unidad significativa reiterada en el transcurso de una obra”, se nos permitirá acercarnos a un eje que estructura el acontecer dramático. En este caso, el amor que siente Romeo por Julieta, y viceversa, adquiere características de imposibilidad por una antigua disputa familiar, de la cual ellos no tienen culpa. De esta forma, el entorno familiar esta condicionando el libre albedrío de unos seres que sólo desean amarse eternamente. En definitiva, una presión familiar (afianzada por las diversas actitudes que los personajes demuestran) lleva en si el germen de la destrucción y anulación de los propósitos de los protagonistas.
Además, una serie de motivos (relevantes en la medida que sirven de apoyo a la temática central) se nos presentan durante la tragedia, algunos de los cuales tienen el carácter reiterativo y otros sólo se manifiestan en específicos acontecimientos o situaciones. De esta manera, podemos hablar de un amor no correspondido (Rosalinda/Romeo) que deja a nuestro protagonista en un estado anímico sombrío, y del planteo desengañado y burlón de Mercurio ante el fracaso amoroso:
“MERCURIO- ¡Bah! ¿Es que estás enamorado?... Pues pídele prestadas sus alas al amor, y pasa de un vuelo por encima de las penas.
ROMEO- Tengo sus flechas clavadas en el alma; y por tanto, sus alas no pueden servirme. Este peso me abate; me falta el aliento.
MERCURIO- Ahoga el amor, ya que el amor quiere ahogarte. Es un pobre niño que no te hará mucha resistencia.
ROMEO- ¡Un pobre niño! Tú no lo conoces… ¡Es más terrible que la tempestad, que la rabia, que las angustias, que las punzadas más atroces y los más fieros dolores!

Como se habrá visto, el lenguaje empleado por los personajes en sus diálogos es heredero de las distintas estéticas que confluyen en el período renacentista: para empezar, se encuentran presentes algunos recursos específicos (incluso imágenes y situaciones metafóricas similares) que Dante, en las composiciones que integran La Vita Nuova, ya había utilizado. A modo de ejemplo, véase la personificación del amor como potencia casi demoníaca, referencia intertextual de procedencia platónica, y en el que se conjuga la hipérbole para destacar los efectos que produce en la interioridad de Romeo. Por otro lado, y de manera muy decantada, también está en ese fragmento -y más aun en la escena II del acto segundo- algunas huellas estilísticas del barroco que, en Inglaterra, se conoce más con el nombre de eufuísmo. Tales observaciones se comprueban al reconocer en el parlamento de los personajes la presencia de una racionalidad antitética (como el colocar la figuración metafórica del amor como “un pobre niño” y a la vez decir, en una gradación aumentativa, que “es más terrible que la tempestad, que las punzadas más atroces y los más fieros dolores”).
Ahora bien, a partir de esta instancia se comienza a vislumbrar los otros subtemas que acompañan el contenido dialogico de esos dos compañeros de aventuras: la significación de la máscara (social) como encubridora de la naturaleza humana, y la discutida equivalencia del sueño con la realidad. Veamos el primer aspecto. Mercurio dice a los servidores: “Dadme una careta, una funda para mi rostro, una máscara para cubrir la que la Naturaleza me ha dado. (Se pone un antifaz.) Ahora me burlo de todo. ¡Haga el que quiera el inventario de mis deformidades! Todo se disimula detrás de esta cortina que me tapa; ella se ruborizará por mí”. A través de este personaje, el dramaturgo expone una idea que, en el siglo XX, será retomada por los expresionistas alemanes y el teatro rioplatense a partir de los años ´30. Esa idea está basada en que el hombre posee una máscara o apariencia que le permite vivir en sociedad, bajo la cual se esconde el verdadero rostro íntimo. El problema reside cuando el individuo, por diversas circunstancias, intenta coincidir máscara y rostro simultáneamente. Se genera un conflicto entre lo que se aparenta (el valiente, el sabio, el galán, el irónico) y lo que se es (el cobarde, el ignorante, el humillado, el amargado). Mercurio intenta aparentar la alegría desenfadada por medio de un antifaz, pero esa alegría esconde un profundo escepticismo ante la vida y ante si mismo. Y, filosóficamente hablando, la apariencia vela u oscurece la realidad del ser humano, ya que esa realidad no se puede conocer sino procediendo fuera de la apariencia (la máscara) y prescindiendo de ella. La relación entre apariencia y verdad es de contrariedad y oposición.
Esto no es ninguna excepción para el segundo subtema: el juego de oposiciones entre lo que es el sueño y la realidad de la vigilia está presente en esta escena estudiada.
“ROMEO- En efecto, el asistir a ese baile es dar una prueba de buena intención y poco talento.
MERCURIO- ¡Ah! ¿Por qué lo crees así?
ROMEO- La noche pasada he tenido un sueño…
MERCURIO- Y yo otro.
ROMEO- ¡Tú! ¿Y qué has soñado?
MERCURIO- Que un sueño se parece mucho a un cuento.
ROMEO- ¡La verdad se parece también mucho a los sueños!”


La idea de que la vigilia es similar al mundo de los sueños, y viceversa, ya aparece en otras obras de Shakespeare como en “La Tempestad”: “Somos de la misma sustancia de la que están hechos los sueños y nuestra vida breve esta encerrada en un sueño”. Claro que, de aceptar Romeo este presupuesto, aceptaremos que el hombre se ha de mostrar enfrentándose a un concepto de realidad sumamente amplio y en el que trata de desentrañar su misterio. El sueño, entonces, ya no es evasión de la realidad, sino parte de la realidad. Lo prodigioso se convierte en posibilidad que desmiente lo afirmado por la razón, aunque la visión desencantada de Mercurio se encarga de poner las cosas en su lugar: “¿Qué crees tú que es un sueño? Un sueño es una nada, el hijo de una cabeza desocupada. El sueño es vacío y ligero como el aire…”. La negación se transforma en una declaración existencial: si la vida mortal es semejante al sueño y si el sueño es la manifestación de lo que no es, el hombre no es más que una máscara, la cáscara de un fruto inexistente. Romeo sólo ha de ser, al igual que Julieta, en la muerte (que es el correlato sinonímico del vacío total. La muerte es el sueño último, la nada última).
Sobre la personalidad de estos dos personajes, podríamos decir que, como portadores de acciones, Romeo de por si ya se constituye como protagonista de esta breve escena. Junto a Julieta, es el que se va a enfrentar a una fuerza opositora, cuya finalidad es contrarrestar la voluntad que tienen los protagonistas para el logro de sus propósitos. De esta fuerza y de este choque hablaremos en su debida oportunidad. Romeo, al igual que su amada, es un personaje dinámico; es decir, va experimentando cambios junto al desarrollo de la acción. Estos cambios están en estrecha relación con determinados acontecimientos que suceden en el transcurso de la obra. En primer lugar, se nos informa que es un “soñador”, “un espíritu agitado”: la aparente causa es el enamoramiento de Rosalinda, la cual no le corresponde; aparente, porque la realidad de ese amor más bien da la sensación de que el ansia de amar de Romeo, su necesidad de amor, lo hace susceptible de sentirse despreciado. De esta manera, Romeo encuentra en la figura de Julieta la concreción de un idealizado amor. A partir de ahí, sus escasos instantes de dicha con su amada, por impedimentos externos (el mundo externo les hace perder su inocencia), se caracterizarán por la trasmisión que hacen de una especie de una luminosidad poética, que los traslada a otro mundo y a otro tiempo. El trato de Romeo con sus amigos y, en general, con la gente que lo rodea es muy agradable. Eso si, se violenta cuando debe defender una causa justa, con todas las consecuencias que ello acarrea: nos referimos a la venganza realizada por la muerte de su amigo Mercurio, que da lugar no sólo al asesinato de Tibaldo, sino que, fundamentalmente, a su destierro y a los posteriores hechos que culminaran en el trágico desenlace. Para Romeo, la vida sin el amor de Julieta no significa absolutamente nada; más aún, él le dice: “preferiré que me la quiten”. Consecuente con esta postura tan radical, al ser informado de la muerte de su amada, sólo tiene un pensamiento: dejar de existir. Lamentablemente, esta decisión precipitada arrastrará otras muertes y otras desdichas como lo destaca constantemente la utilización de la prolepsis en todo lo que sea el discurso de los personajes involucrados.
Mercurio y Benvolio entran en la categoría de los personajes secundarios o sea, son vistos como portadores de sectores espaciales o como individuos sumergidos en un determinado contexto. Ellos importan en la medida en que están en función de los personajes protagónicos y, por ende, de las dos familias enfrentadas. Así van adquiriendo relevancia por específicas circunstancias y por la compenetración de cada uno de ellos, directa e indirectamente, con los dos jóvenes amantes. El caso de Mercurio se destaca por ser el mejor amigo de Romeo: de buen ánimo, es un “caballero que se escucha a si mismo con gusto, que habla mucho y que deja muy poco que hablar a los demás” (ya hemos visto el ejemplo de su humorística divagación sobre Mab, la reina de las hadas, con la que termina aturdiendo a Romeo mientras se nos va otorgando un buen caso retórico de la canibalística de la escritura shakesperiana al incluir no sólo discusiones de índole política y filosófica, sino también saberes propios del ámbito popular); siempre fiel a sus compañeros, morirá en manos de Tibaldo por defender a Romeo. Y es el que llevara por siempre la visión desengañada y burlona que Shakespeare tuvo de la vida humana.

Pautas de análisis de dos poemas de Anacreonte

Poemas de Anacreonte (por martín palacio gamboa)

I

¿A qué me instruyes en las reglas de la retórica?
Al fin y al cabo, ¿a qué tantos discursos
que en nada me aprovechan?
Será mejor que enseñes a saborear
el néctar de Dionisios
y a hacer que la más bella de las diosas
aun me haga digno de sus encantos.
La nieve ha hecho en mi cabeza su corona;
muchacho, dame agua y vino que el alma me adormezcan
pues el tiempo que me queda por vivir
es breve, demasiado breve.
Pronto me habrás de enterrar
y los muertos no beben, no aman, no desean.


II

De la dulce vida, me queda poca cosa;
esto me hace llorar a menudo porque temo al Tártaro;
bajar hasta los abismos del Hades,
es sobrecogedor y doloroso,
aparte de que indefectiblemente
ya no vuelve a subir quien allí desciende.




PAUTAS DE ANÁLISIS DEL PRIMER POEMA
DE ANACREONTE

El texto de Anacreonte se destaca por la apertura que ofrece desde los encabezadores ejemplos de interrogación retórica: “¿A qué me instruyes en las reglas de la retórica?/ ...¿a qué tantos discursos/ que en nada me aprovechan?”. Como se habrá visto, estas preguntas no exigen una respuesta inmediata, pues semánticamente ya contienen en sí una respuesta común que las unifica en su criterio: la explicitación de un rechazo al saber meramente intelectual frente a la exaltación de la experiencia vital, frente a la conciencia de la fugacidad de la vida (aunque en una perspectiva muy distinta a la que planteó Manrique, desde el catolicismo, unos mil seiscientos años más tarde), lo que nos remite al tópico literario del “carpe diem”, tan popularizado por la poesía latina a partir del siglo I antes de Cristo.
Hasta aquí tenemos la primera división estructural del poema. La segunda división estructural se establece a partir del cuarto hasta el séptimo verso, según la traducción con la cual contamos. Desde un enfoque netamente estilístico, es de observar cómo el autor propone de manera antitética esta forma de aprendizaje, más ligada a la vivencia del mundo de los sentidos, según vemos en la utilización de las siguientes perífrasis: “el néctar de Dionisios” y “la más bella de las diosas”. Para entender el verdadero alcance de estas imágenes, retomemos las observaciones que Nietzsche, en su filosofía, ha realizado en torno a las manifestaciones culturales griegas: en El Origen de la Tragedia, este autor explica el arte y la vida de los pueblos antiguos por medio de la división entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Mientras el espíritu apolíneo es lo que domina las artes plásticas, es decir, la armonización de las formas, el espíritu dionisíaco domina la música (de igual modo lo poético. En ese período histórico, estas dos modalidades del quehacer artístico estaban indisolublemente unidas), privada de forma o límite, ya que es ebriedad y exaltación entusiasta. Según Nietzsche, los griegos lograron soportar la existencia sólo en virtud del espíritu dionisíaco. Bajo la influencia de la verdad contemplada, el griego veía en todas partes el aspecto horrible y absurdo de la existencia (recuérdese que Anacreonte comparte, según se verá en el segundo texto a ser estudiado, la idea de que la existencia humana carece de finalidad; por lo menos, si ha de tener un sentido, éste va más allá de nuestra comprensión. Es un saber que sólo atañe a los dioses). Ahora bien, teniendo en cuenta estos aspectos, podemos apreciar que el arte haya venido para el griego en su auxilio, transfigurando lo horrible y lo absurdo en imágenes ideales, en virtud de las cuales la vida se hizo aceptable. El espíritu dionisíaco, modulado y disciplinado por el espíritu apolíneo, realizó y dio origen a la tragedia y a la comedia, la dramatización de las pasiones humanas. Más tarde, Nietzsche verá en el espíritu dionisíaco el fundamento mismo del arte en cuanto éste “corresponde a los estados de vigor animal”.
Estos estados de vigor se señalan en la mención religiosa del vino y la sexualidad (o, para ser más precisos, el erotismo). No nos olvidemos del valor simbólico del “néctar de Dionisios”, ya que la embriaguez que homenajea al creador de la vid tiene relación con el estado de inspiración poética y el entusiasmo, haciéndonos retornar a un estado anterior a la promulgación de las leyes que surgen en las ciudades civilizadas. También el hecho de que el vino significa el reencuentro con el origen de la vida (recuérdese que, por analogía, el vino era asemejado a la sangre, según hemos visto en el recorrido que hicimos por varias mitologías -céltica, semítica, hindú, etc.-) y para que eso sea posible es necesario sacarse de encima las convenciones y los comportamientos pre-establecidos por la sociedad. A través de la embriaguez, se deja de lado el dolor que surge ante el hecho de no ser eternos y ver que todo es pasajero: en otros términos, el vino permite una liberación transitoria de la conciencia y por eso permite el aprovechamiento pleno del presente. A modo de ejemplo, tómese en cuenta estos versos del poeta persa Omar Khayyam (siglo XI) en los que se refleja una mirada similar a Anacreonte respecto al aprovechamiento del instante: “¿Hasta cuando te adorarás a ti mismo/ y gastarás tus horas persiguiendo el origen del Ser y la Nada?/ Bebe vino. Esta vida a la que sigue la muerte,/ es mejor que la pases ebrio o dormido”. Es aquí, en esta reiterada experiencia de una sabiduría que ha llegado a ser insoportable, en la que Nietzsche basaba su impreciso y magistral diagnóstico del mundo griego. Los griegos conocieron los horrores de la existencia y para poder vivir los encubrieron, ocultándolos bajo el ropaje de sus fiestas y misterios; en un lugar y en un momento donde el máximo sufrimiento se fundía con el mayor gozo provocando el éxtasis. Respecto a los encantos de “la más bella de las diosas” -refiriéndose obviamente a Afrodita, la diosa del amor- nos propone un acercamiento al goce y al placer corporal como afirmación de los instintos y, por consiguiente, del alma tal como se la concebía en el pensamiento mítico griego de los siglos V-IV antes de Cristo. Percibida con deleite en todo el período arcaico –como lo atestiguan los textos de Safo, Arquíloco, Teognis, el propio Anacreonte-, para la poesía griega la carne humana es signo de nuestra fragilidad, pero es también el reino de los placeres efímeros, de las sensaciones inciertas, de poderosos estímulos que al mismo tiempo que nos exaltan, nos afligen o desconciertan. De ahí el temor ante sus apetitos y dolencias, así como ante sus súbitos raptos y derrumbes: en la carne bulle la vida y se fermenta la muerte; mediante la carne percibimos tanto lo que nos fortalece como las enfermedades; a través de ella se encarnan y complementan las potencias femeninas y masculinas del universo; en ella -mediante la cópula- se manifiesta la trilogía animal, humana y divina que acaso somos; esa trilogía que, en la Grecia anterior a la filosofía platónica, se convirtió en una instancia al mismo tiempo sagrada y profana de la sexualidad, entendida como un reflejo de las potencias y los ciclos naturales. Por tal motivo, el hecho de que el yo lírico pida que “la más bella de las diosas/ aun me haga digno de sus encantos” significa el estar en condiciones de seguir sus impulsos para poder reafirmar la vida en su ebullición y celebrarla.
A partir del octavo verso entramos a lo que sería el tercer momento del poema, coincidente con la agudización de la conciencia en torno a la fugacidad de la existencia ante el advenimiento de la vejez queda patente en las metáforas siguientes: “La nieve ha hecho en mi cabeza su corona”; notemos que la corona no pertenece al hombre, sino a la nieve, símbolo del invierno (si bien se presta a la interpretación más simple de las canas, señal del paso del tiempo), de la decadencia de lo vital y de la muerte. La muerte es la reina del hombre y aún en los momentos en que éste se entrega a los placeres, ella pesa sobre él como la única certeza de la cual es capaz: la de su propio fin. Entregarse a los placeres es olvidarse de su sentencia, pero es un olvido que, parádojicamente, se alimenta de su conocimiento, ya que el poeta insta a la intensidad de los placeres porque sabe que no deben ser postergados al futuro, que tal vez no exista. Apelando a la literatura popular contemporánea, podemos citar el planteamiento que Paulo Coelho destaca en su libro Diario de un mago: “Aunque sabe que sus días están contados y todo acabará cuando menos espera, el hombre hace de la vida una lucha digna de un ser eterno. Lo que las personas llaman vanidad: dejar obras, hijos, tratar de que su nombre sea olvidado, yo lo considero como la máxima expresión de la dignidad humana. Ocurre que, frágil criatura, intenta siempre esconder de sí mismo la gran certeza de la muerte. No se da cuenta de que es ella la que lo motiva a realizar las mejores cosas de su vida. Tiene miedo del paso en la oscuridad, del gran terror de lo desconocido, y su única manera de vencer este miedo es olvidando que sus días están contados. No se da cuenta de que, con la muerte, sería capaz de ser más osado, de ir mucho más lejos en sus conquistas diarias, porque no tiene nada que perder, ya que la muerte es inevitable”. Por eso la necesidad de olvidar el sufrimiento de no saberse eterno, pidiendo -mediante el vocativo muchacho- “agua y vino que el alma me adormezcan”, una mezcla muy común en aquella cultura ya que el vino que se hacía era demasiado fuerte y espeso, y generalmente se servía en ocasiones especiales, como las fiestas y las celebraciones religiosas. A modo de remate, obsérvese como los dos últimos versos contienen un tono de carácter sentencioso: “pronto me habrás de enterrar/ y los muertos no beben, no aman, no desean”. El poema recurre a la gradación, o sea, a una sucesión de palabras que van ampliando o matizando el significado de las anteriores. Esta acumulación suele coincidir con los momentos de mayor intensidad y hablamos entonces de clímax: los muertos -sustantivo plural que adquiere en este contexto una valoración simbólica- son los que carecen del impulso de actuar, sumidos en una pasividad en la que no se crece ni deja crecer, tan contraria al mundo poético del autor, sucediéndolo con los verbos que manifiestan una actitud abiertamente activa, reafirmadora de la plenitud de la existencia pues se invita a vivir el instante, que es irrepetible, y afirmar el cuerpo -no negarlo-, asumir nuestras pulsiones, no eludir el amor. De ahí que se destaque, entonces, una de las características propias de la escritura de Anacreonte y que, al mismo tiempo, se corresponde con las características de la poesía monódica: la lírica se centra en el sujeto hablante, no en un conjunto social visto de manera abstracta. Al contrario de la poesía épica al estilo de Homero, en la que se refiere siempre al acontecer heroico de un pueblo que en el fondo no es más que una masa anónima, Anacreonte desdeña lo mítico y se hunde en la contemporaneidad, exalta el presente. De manera que un poema no es lo que ocurrió en otros tiempos, sino lo que está ocurriendo ahora, en el momento en que el lector se pone frente a las imágenes que le ofrece el poeta.




PAUTAS DE ANÁLISIS DEL SEGUNDO POEMA
DE ANACREONTE

Ya se vio que la sencillez es la tónica que rige las composiciones anacreónticas destacándose nuevamente una de las características propias de la escritura de nuestro autor y que, al mismo tiempo, se corresponde con las características de la poesía monódica: la lírica se centra en el sujeto hablante, no en un conjunto social visto de manera abstracta. Al contrario de la poesía épica al estilo de Homero, en la que se refiere siempre al acontecer heroico de un pueblo que en el fondo no es más que una masa anónima, Anacreonte desdeña lo mítico y se hunde en la contemporaneidad, exalta el presente. De manera que un poema no es lo que ocurrió en otros tiempos, sino lo que está ocurriendo ahora, en el momento en que el lector se pone frente a las imágenes que le ofrece el poeta. En el caso de este poema, se toma como punto de partida el temor a la muerte dentro de la cosmovisión religiosa griega. Como es de observar, el poema se inicia con un verso que manifiesta, a modo de lamento, la brevedad de la existencia; y en el segundo se especifica la reacción que surge del yo lírico: “esto me hace llorar a menudo porque temo al Tártaro”. Destáquese la presencia de esa referencia mítica que pide una aclaración: el Tártaro es la región más baja de los infiernos. Según Hesíodo, el Tártaro está tan debajo del Hades como la tierra lo está con respecto al cielo, y está cerrado por puertas de hierro. En algunos relatos Zeus, el dios supremo, después de conducir a los dioses a la victoria sobre los titanes, desterró a su padre, Cronos, y a los demás titanes al Tártaro. El nombre Tártaro llegó a usarse a veces como sinónimo de Hades, o de los Infiernos en general, pero con más frecuencia como el submundo donde se castigaba a los malvados después de la muerte. Cabe preguntarse de qué se siente tan culpable el poeta para ponerse a pensar en tamaño castigo.
Consideremos que las escalas de valores propias de la Grecia Arcaica son muy distintas a las nuestras. Para empezar, recordemos que Anacreonte no se arrepiente de su estilo de vida cortesano, ya que era lo normal y no existía allí ninguna ofensa a los dioses. Sin embargo E. R. Dodds, investigador irlandés, edita en 1951 un libro que puede ayudarnos a entender esta modalidad psicológica de Anacreonte si lo situamos en su contexto: este libro se titula “Los griegos y lo irracional”. Dodds afirma que cuando pasamos de Homero a la literatura fragmentaria de la Época Arcaica -período que nos interesa-, una de las cosas que más nos sorprenden es la conciencia viva de la inseguridad humana y de la condición desvalida del hombre, que tiene su correlato religioso en el sentimiento de la hostilidad divina, mas no en el sentido de que se crea que la divinidad es maligna, sino en el sentido de que hay un Poder y una Sabiduría dominantes, que perpetuamente mantienen al hombre abatido y le impiden remontar su condición. Es el sentimiento que el historiador griego Herodoto expresa diciendo que la divinidad es “celosa y perturbadora”; pero ¿cómo podría ese Poder dominante tener celos de algo tan pobre como el hombre? La idea es más bien que a los dioses les duele todo éxito, toda felicidad que pudiera por un momento elevar nuestra mortalidad por encima de su condición mortal, invadiendo así su prerrogativa.
Tales ideas no eran, desde luego, completamente nuevas. En el canto XXVI de la Ilíada (obra en que se basó la reciente realización cinematográfica Troya), Aquiles, conmovido por fin ante el espectáculo de su quebrantado enemigo Príamo, pronuncia la trágica moraleja de todo el poema: “Porque los dioses han tejido el hilo de la desgraciada humanidad de tal suerte que la vida del hombre tiene que ser dolor, mientras ellos viven exentos de cuidado”. Y sigue con la famosa figura de las dos tinajas, de las cuales Zeus saca sus dones buenos y malos. A algunos hombres se los da mezclados, a otros sólo malos, de modo que vagan atormentados por la faz de la tierra, “olvidados de sus semejantes y de los dioses”. En cuanto al bien puro y sin mezcla, hemos de suponer que es una porción reservada a los dioses. Las tinajas no tienen nada que ver con la justicia; en otro caso la moraleja resultaría falsa. Porque en la Ilíada, el heroísmo no trae la felicidad; su única y suficiente recompensa es la fama. Sin embargo, a pesar de todo, los príncipes de Homero cabalgan atrevidamente sobre su mundo; temen a los dioses sólo como temen a sus señores humanos, y no se sienten oprimidos por el futuro ni aun cuando, como Aquiles, saben que entraña una muerte cada vez más cercana.
Hasta aquí, lo que encontramos en la Época Arcaica no es una creencia diferente, sino una reacción emocional distinta ante la antigua creencia. Escuchemos, por ejemplo, a Simónides de Amorgos: “Zeus controla el cumplimiento de todo cuanto existe y dispone como quiere. Pero la perspicacia no es cosa de los hombres: vivimos como bestias, siempre a merced de lo que nos traiga el día, sin saber nada del resultado que Dios reservará a nuestros actos”. O escuchemos a Teognis: “Ningún hombre, Cirno, es responsable de su propia ruina o de su propio éxito: estas dos cosas son don de los dioses. Ningún hombre puede llevar a cabo una acción y saber si su resultado será bueno o malo... La humanidad, completamente ciega, sigue sus fútiles costumbres; pero los dioses lo encaminan todo al cumplimiento que ellos han proyectado”. La doctrina de la dependencia indefensa del hombre respecto de un Poder arbitrario, no es nueva; pero hay un acento nuevo de desesperación, un énfasis nuevo y amargo en la futilidad de los propósitos humanos. Estamos más cerca del mundo de la poesía intimista de Anacreonte que del mundo de la Ilíada.
Aproximadamente lo mismo ocurre con la idea de phtonos o envidia de los dioses. La noción de que el éxito excesivo incurre en un riesgo sobrenatural, especialmente si uno se gloría de él, ha surgido independientemente en muchas culturas diferentes, y tiene hondas raíces en la naturaleza humana. La Ilíada la desconoce, del mismo modo que desconoce otras supersticiones populares; pero la Odisea, siempre más tolerante con el modo de pensar de su época, permite a Calipso -uno de los primeros personajes que aparecen en ese poema épico- exclamar malhumorada que los dioses son los seres más celosos del mundo: le regatean a uno un poco de felicidad. Es claro, no obstante, por la jactancia incontenida en que el hombre homérico se complace, que no toma muy en serio los peligros del phtonos. Sólo a mediados de la Época Arcaica y a principios de la Época Clásica se convierte la idea del phtonos en una amenaza opresiva, en fuente o expresión de una angustia religiosa. Los autores de esta época moralizan a veces, aunque no siempre, la “envidia de los dioses”, interpretándolo como némesis, o sea, una justa indignación. Entre la ofensa primitiva del éxito excesivo y su castigo por la deidad celosa se inserta un planteamiento de carácter religioso: se dice que el éxito produce la complacencia del hombre a quien le ha ido demasiado bien que, a su vez, engendra hybris, arrogancia u orgullo de palabra o aun de pensamiento. Así interpretada, la antigua creencia resultaba más racional, pero no por esto era menos asfixiante: los hombres sabían que era peligroso ser feliz. De allí que Anacreonte, cantor de los placeres del buen vino, la sexualidad y la alegría, temiera el Tártaro: él fue un hombre feliz a pesar de los dioses. Sin embargo, hay otras interpretaciones igualmente válidas: recordemos que los griegos anteriores al siglo V no conocieron la inmortalidad del alma (por lo menos, tal como se la concibe en el cristianismo), aunque sí afirmaran que lo que prevalece en la muerte es la imagen corporal del hombre mismo, que vaga en el Hades como una sombra, una pura nada. Aunque también existe la noción de “alma” como el yo viviente regido por nuestros instintos e impulsos. En otros términos, el lado puramente emocional del ser humano. Se habla, entonces, del alma como la sede del valor, de la pasión, etc. De allí que morir, para Anacreonte, signifique justamente un estado de privación de todo lo que nos hace ser hombres: el amor y el deseo.
En el cuarto y quinto versos del texto estudiado, iniciados con un infinitivo (“bajar”) que funciona a modo de sustantivo y que generaliza una acción de modo impersonal (o sea, refiriéndola a todos nosotros), se especifica la naturaleza terrible de ese descenso a través de dos adjetivos calificadores, que no apuntan al sentido físico sino al psicológico: “sobrecogedor y doloroso”. Si bien este texto es reconocible como poema lírico monódico, tales adjetivos empleados plantean una visión elegíaca en el sentido de “canto de duelo”. Salvando las enormes diferencias de tiempo y lugar, Kierkegaard (filósofo danés del siglo XIX) planteaba que este tipo de desesperación también surge de la relación que el hombre tiene consigo mismo: sabe que, por más opciones que tenga para encauzar su existencia, dándole un sentido o no, siempre terminará chocando contra nuestra condición finita. Por eso la muerte es dolorosa para Anacreonte y, en extensión, para todo el género humano: porque la plenitud total del amor y y del deseo, por más que se lo persiga, no es posible.

HORACIO: ODA DÉCIMA DEL LIBRO SEGUNDO

HORACIO: ODA DÉCIMA DEL LIBRO SEGUNDO (por martín palacio gamboa)

Vivirás más cuerdamente, Licinio,
si no te adentras en alta mar ni te acercas excesivamente a la peligrosa orilla,
cuando, cauteloso, teme a las tormentas.

Todo el que ame la áurea medianía carece, seguro,
de la sordidez de un techo vil;
carece, sobrio, de un palacio envidiable.
El viento castiga más a los erguidos pinos;
mayor es la caída de las altas torres y los rayos fulminan las cumbres de los montes.
El buen pecho templado, en la adversidad, espera;
en la prosperidad, teme una suerte distinta.
El mismo Júpiter trae los inviernos y él mismo es quien los destierra;
si ahora el mal está presente, no será así siempre.
Apolo, a veces, despierta las dormidas cuerdas de su cítara
pero no carga siempre su arco tenso.

En la adversidad, pórtate fuerte y animoso;
pero, prudente, recoge las velas si el viento propicio llegara a hincharlas demasiado.





PAUTAS DE ANÁLISIS DE LA ODA DÉCIMA DEL LIBRO SEGUNDO.

Como se habrá observado, la temática del texto se centra en la apología de lo que se conoce como la “áurea mediocridad”, una modalidad de ver el mundo propia de la cultura romana (especialmente del período que abarca desde el siglo I a.C. hasta el siglo II d.C.). Pero antes de analizar este aspecto fundamental, es necesario ver el concepto de la palabra “oda” dentro de la tradición literaria occidental: la oda es una composición poética caracterizada por un lenguaje generalmente grandilocuente, buscando persuadir al lector o al escucha sobre un determinado asunto; generalmente, su estructura es tripartita: en la estrofa se especifica el tema a ser tratado, la antiestrofa representa su nudo o desarrollo, mientras que el épodos presenta el cierre del poema mismo, su conclusión.
Desde el inicio, el yo lírico realiza una exhortación dirigida a un vocativo (“Licinio”) sobre la necesidad de mantener un equilibrio ante la presencia de los extremos, manifestada metafóricamente en las imágenes del “mar” y la “orilla” en épocas de “tormenta”, o sea, de dificultades. Pero ya el hecho de utilizar un vocativo en el discurso poético acentúa un tono de coloquialidad o de conversación que otorga un cierto carácter de intimidad que apela al sentido gnómico del texto, pues al dirigirse a un amigo el poeta aprovecha para aconsejarlo, dándoles máximas o sentencias de carácter moral. Esto último se vuelve más explícito en la antiestrofa cuando en la misma dice “Todo el que ame la áurea medianía carece, seguro,/ de la sordidez de un techo vil;/ carece, sobrio, de un palacio envidiable”. Como se habrá visto, esa áurea medianía plantea la búsqueda de un término medio entre los extremos que, según Aristóteles y otras escuelas menores que influyeron en el pensamiento romano de los siglos II-I a.C., puede ser definido en relación a las cosas o en relación a nosotros. “Si toda ciencia -dice Aristóteles- cumple bien su finalidad, mirando al justo medio y dirigiendo sus obras hacia dicho justo medio (de donde, por lo común, decimos de las buenas obras que en ellas no hay nada que sacar, por cuanto el exceso o el defecto arruinan lo que está bien, en tanto que la medianía lo salva), si, en consecuencia, los buenos artistas trabajan tendiendo a este medio, la virtud que, como la naturaleza, es más cuidada y mejor que todo arte, deberá tender precisamente al justo medio”. En otras palabras, la áurea medianía es, no obstante, sólo la definición de la virtud ética o moral, porque únicamente ésta concierne a pasiones o acciones susceptibles de ser defectibles por exceso. Por eso hay que estar igualmente alejado “de un techo vil” como de “un palacio envidiable”; y por detrás de esta antítesis, también existe la necesidad de resguardarse de la variablidad de la fortuna y formarse a sí mismo en una de las virtudes más importantes de la cultura romana: la templanza. Horacio no dijo áurea medianía o aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras. Otro fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un vivir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea (es decir, de oro o parecido al oro) a esa capacidad de disciplinar los deseos, de no dejarse llevar por ellos a un estado de perdición segura. Por eso, inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter es digna de un respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: el autor sabe que el género humano es proclive a los excesos, originando situaciones conflictivas, en un mundo marcado por lo imprevisible.
De aceptar tal idea, habremos de entender que, si todos los estratos de la creación se rigen siempre por ciclos, debemos estar preparados y respetar esos mismos ciclos en los que nada permanece igual, gracias a que el movimiento y el cambio hacen parte de la vida misma. Por eso vale recordar que, en la filosofía antigua, la fortuna es una causa superior y divina, oculta a la inteligencia humana ya que es imposible saber cuáles son sus designios. En relación a esto también podemos concebir a la fortuna como un fenómeno objetivo que consiste precisamente en el entrecruzamiento de dos o más órdenes o series diferentes de causas: la fortuna se asemeja, entonces, al azar. El azar no se verifica ni en las cosas que suceden siempre de la misma manera ni en las que suceden de la misma manera en la mayoría de las veces, sino más bien entre las que suceden por excepción y fuera de toda uniformidad. De tal modo, Horacio coloca la fortuna en la esfera de lo imprevisible y de lo probable, dándolo a entender a través de ciertas imágenes psicocósmicas que se encuentran encadenadas por una gradación aumentativa: “El viento castiga más a los erguidos pinos;/ mayor es la caída de las altas torres y los rayos fulminan las cumbres de los montes./ El buen pecho templado, en la adversidad, espera;/ en la prosperidad, teme una suerte distinta”. También vale destacar la utilización, desde un punto de vista retórico, del paralelismo sinonímico o sea, la repetición de determinadas estructuras sintácticas y semánticas que pueden ser redundantes, pero que, sin embargo, dotan al texto de una mayor motivación poética, acentuando el ritmo o ciertos significados temáticos. El viento, por su carácter impalpable y por sus frecuentes cambios de dirección, simboliza la fugacidad, la inestabilidad y la futilidad. No en vano se lo coloca, en este fragmento, frente a la imagen del pino que, por su resistencia ante las tempestades, representa la fuerza vital y la personalidad que supera sin debilitarse las dificultades de la vida. Como se habrá visto, el yo lírico propone un modelo de conducta que recuerda al del filósofo griego Demócrito, para quien el bien más alto es la felicidad y ésta no reside en las riquezas ni en el cuerpo, sino en el alma gobernada por la justa razón: en donde la razón falta, no se sabe gozar de la vida ni vencer el temor a la muerte. Horacio agregaría que, para los hombres, el gozo nace de la medida del placer y la proporción: los defectos y los excesos tan sólo tienden a conmover el alma y a engendrar en ella movimientos intensos. Y las almas que se mueven entre uno y otro extremo no conocen la constancia ni tampoco están contentas.
Volviendo a la variabilidad de la fortuna y su movimiento cíclico, el poema establece que eso no sólo atañe al mundo de los hombres y de la naturaleza, sino también al de los dioses, lo que presupone una visión optimista y tranquila de lo que se considera un mal o una molestia ya que todo es pasajero: “El mismo Júpiter trae los inviernos y él mismo es quien los destierra;/ si ahora el mal está presente, no será así siempre./ Apolo, a veces, despierta las dormidas cuerdas de su cítara/ pero no carga siempre su arco tenso”. Detrás de esta formulación de versos antitéticos, se esconde la necesidad de ser prudente ante situaciones que van más allá de nuestro control. Y para entender las referencias religiosas contenidas en estos versos, recuérdese que Júpiter es el dios más relevante del Panteón romano. Según algunos antropólogos, su nombre deriva de una raíz indoeuropea, dyên, que significa “resplandecer”, “brillar”; de ahí que se le considere el dios del cielo y de la luz, y que guarde una gran semejanza con el dios griego Zeus. La primacía que alcanzó Júpiter en el mundo romano se la fue arrebatando a Marte, dios de la guerra, que desde tiempos remotísimos era la divinidad más importante. Con la expansión del helenismo, la cultura griega penetra en Italia y con ella sus divinidades más representativas. De este modo, el culto de Júpiter fue ganando terreno por su similitud con Zeus, extendiéndose por toda Italia la idea de Júpiter como dios de la luz, dueño del cielo y de los fenómenos celestes y del que dependía la lluvia, el rayo, el viento y cuanto ocurría en el firmamento. Ya Apolo, en la mitología griega, era hijo del dios Zeus y de Leto, hija de un titán. Se le llamaba también Délico, es decir, originario de Delos, isla de su nacimiento, y Pitio, por haber matado a Pitón, la legendaria serpiente gigante que guardaba un santuario en las montañas del Parnaso. En la leyenda homérica, Apolo era sobre todo el dios de la profecía. Su oráculo más importante estaba en Delfos, el sitio de su victoria sobre Pitón. Solía otorgar el don de la profecía a aquellos mortales a los que amaba, como a la princesa troyana Casandra.
Apolo era un músico dotado, que deleitaba a los dioses tocando la lira. Era también un arquero diestro y un atleta veloz, acreditado por haber sido el primer vencedor en los juegos olímpicos. También era el dios de la agricultura y de la ganadería, de la luz y de la verdad, y enseñó a los humanos el arte de la medicina. Algunos relatos pintan a Apolo como despiadado y cruel. Según la Iliada de Homero, Apolo respondió a las oraciones del sacerdote Crises para obtener la liberación de su hija del general griego Agamenón arrojando flechas ardientes y cargadas de pestilencia en el ejército griego.
En lo que respecta al épodos, se reiteran imágenes y situaciones en un tono exhortativo al igual que en la estrofa, indicándose en este texto una estructura circular. Es decir, termina de la misma manera que empieza, aunque aparece perifrásticamente la alegorización del barco (“recoge las velas si el viento propicio llegara a hincharlas demasiado”) cuyo significado puede ser el de la vida individual, sobre la que hay que aplicar las enseñanzas de todas nuestras experiencias

Análisis del capítulo I del Génesis Bíblico

Análisis del capítulo 1. Enfoque argumental (por martín palacio gamboa)

Génesis es el término griego -incorporado al castellano- con el que la versión que manejamos de la Biblia da nombre a su primer libro. Etimológicamente, significa origen o principio, ideas que responden, en general, al núcleo temático que vertebra literariamente el texto que iremos a estudiar. En efecto, en él, desde una perspectiva religiosa, se narra los orígenes del universo, de la tierra, del género humano y, en particular, del pueblo de Israel. Tengamos en cuenta que, en la versión original hebrea, este libro se titula con su primera palabra, Bereshit, comúnmente traducida por “En el principio”, tal como aparece en el capítulo primero versículo 1.
Desde un punto de vista estructural, el Génesis está formado por dos grandes secciones. La primera (de los capítulos 1 al 11) contiene la llamada “historia de los orígenes” o “historia primordial”, iniciada con el relato de la creación del mundo. Se trata de una narración poética de gran belleza, a la que sigue la del origen del ser humano, puesto por Dios en el mundo que había creado. La segunda parte (que abarca de los capítulos 12 al 50) enfoca el tema de los más remotos comienzos de la historia de Israel. Conocida usualmente como “historia de los patriarcas” (caudillos de los hebreos anteriores a Moisés que, históricamente, se los ubica hacia la primera mitad del segundo milenio a.C.), centra su interés en Abraham, Isaac y Jacob, respectivamente padre, hijo y nieto, en quienes tiene sus raíces más profundas la nación judía o, como se menciona constantemente, “el pueblo de Dios”.

La Creación. Algunas observaciones
Respecto a lo que han sido los orígenes y su narración, se lee que “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (1:1). Este enunciado categórico abre la lectura del Génesis y, con él, toda la Biblia. En términos estrictamente religiosos, es la afirmación del poder total y absoluto de Dios, considerado aquí como único y eterno, a cuya voluntad se debe todo cuanto existe, pues “sin él nada de lo que ha sido hecho hubiese sido hecho” (véase el evangelio según Juan, 1:3). El universo es resultado de la acción de Dios, quien con su palabra creó nuestro mundo, lo hizo habitable y lo pobló de seres vivientes. Entre estos puso también a la especie humana, aunque la diferenció de cualquiera otra al otorgarle una dignidad especial, pues la había creado “a su imagen, a imagen de Dios” (1:26-27). Claro está que este inicial relato mítico considera al hombre y la mujer en una particular relación con Dios, de quien han recibido la co-misión de gobernar el mundo del que ellos mismos son parte. En efecto, el ser humano (en hebreo, adam) fue formado del polvo de la tierra (adamá), es decir, de la misma sustancia que el resto de la creación; pero “Jehová Dios... sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (2:22-24). La creación del hombre, del varón (ish), es seguida en el Génesis por la de la mujer (ishah), constituyendo entre ambos la unidad esencial de la pareja humana.
Fijémonos que, en un primer momento, hemos considerado a los primeros capítulos del Génesis estudiados en clase como relatos míticos. Y al hablar sobre lo que es el mito, conviene precisar el sentido que le daremos al concepto; en este caso, vale diferenciarlo de su sentido cotidiano, según el cual mito es sinónimo de falsedad, o de fábula en el mejor de los casos. Por el contrario, propongo aceptar por valedera la definición de mito que entrega el filósofo italiano Giambattista Vico, la cual, aunque etimológicamente falsa, resulta esclarecedora: él propone que la voz mythos significa “narración verdadera”, esto es, que el relato mítico se caracteriza por ser aceptado como verdadero por quien participa del mismo. Por cierto, este aceptar como verdadero lo relatado no es un asentimiento a un discurso que aparezca como formalmente válido desde el punto de vista lógico, sino que es una aceptación de una “verdad” sentida como tal y que por ello permite orientar el propio existir.
En otros términos, la función del mito es entregar al individuo una visión acerca de las cosas y de sí mismo. Una visión tal es necesaria para el hombre en la medida en que le entrega la orientación de la cual, en su origen, carece, puesto que el hombre se nos presenta como desfondado, es decir, carente de una base universal y fija, dada por naturaleza, que le permita conducir su vida de modo inequívoco a nivel de especie. El resto de los animales tiene esa base naturalmente dada en el instinto, el cual les permite actuar a cada uno del mismo modo que los demás individuos de su especie ante situaciones similares. El hombre, carente de aquella base, desfondado, debe creársela, lo que logra construyendo su cultura. Así, el hombre no se afinca en la mera naturaleza sino en su mundo cultural, en el cual dota de sentido a la realidad natural, elabora una imagen de sí mismo acorde con dicha realidad, y obtiene así un fondo elaborado por él, que le permite saber a qué atenerse. En este panorama, el mito es, en un principio, el resultado de los esfuerzos de la humanidad primigenia para formalizar la realidad como un todo coherente con un sentido determinado. El mito nace, de este modo, señalado por su función esencial: dar respuestas respecto de lo que las cosas y el hombre son. El Génesis, en particular, propone una solución a lo que es el origen del mundo y el cómo se estructuró, o el cómo se dispuso de un modo determinado por medio de la acción de un ser superior. Y la importancia de este aspecto consiste en que, para el hombre de la Antigüedad, conocer dicho orden le permite situarse adecuadamente en él.
Los capítulos 1 y 2, mirados desde esa perspectiva, no elaboran una teoría de la creación divina del mundo: simplemente la conciben como el acto libre y voluntario de una divinidad que otorga existencia al Universo a partir de la nada, representada metafóricamente en la imagen de las tinieblas (que) estaban sobre la faz del abismo. La fórmula hebrea “en el principio” no quiere situar cronológicamente el acto creador, sino que pone a ese Dios genesíaco como “origen” primero de todas las cosas. Él crea también esa masa oceánica, que luego ordena y estructura como un cosmos. En el segundo versículo del capítulo primero se describe ese pre-cosmos, y emplea con este fin conceptos negativos, a partir de la realidad presente: ausencia de formas y de luz, incapacidad de la tierra para ser la morada del hombre. Pero nada emerge del caos como causa innominada: el agente de la creación es exterior y preexistente: la única fuerza que pone en movimiento ese premundo caótico es la palabra y la acción creadora de una divinidad. El mundo y el hombre son algo totalmente nuevo, y su presencia se entiende sólo a partir de un designio. A través, entonces, de una narración de evidencias en que esa misma divinidad pone en marcha un conjunto de procesos activos de naturaleza variada, sirviéndose ya sea de la palabra (Dijo Dios: “Sea la luz”. Y fue la luz), ya sea del espíritu (soplando la vida en la nariz de Adán) o bien dándole forma a la materia (Adán construido a partir del barro), observamos que existe en toda esta instancia de formación un plan que se va cumpliendo siguiendo un orden:


PRIMER DÍA: luz/tinieblas (día/noche) - versículo 3
SEGUNDO DÍA: cielo/mares - versículo 7
tierra seca - versículo 9

TERCER DÍA: vegetación - versículo 11
CUARTO DÍA: sol/luna. Las estrellas - versículo 14
QUINTO DÍA: pájaros/peces - versículo 21

SEXTO DÍA: animales terrestres - versículo 24
hombre/mujer - versículo 27

(Séptimo día)

Ahora bien, vale preguntarse de qué tipo de orden estamos hablando. Algunas interpretaciones podrían sugerir que Dios parte de lo inanimado a lo animado y, dentro de esta última categoría, de lo más simple a lo más complejo. También es válido afirmar que la creación, a modo de gradación ascendente, parte de lo más indiferenciado a lo que ya presenta un conjunto de particularidades específicas. Este aspecto es importante a ser tenido en cuenta porque el texto comienza a mostrar la importancia de la palabra en cuanto principio ordenador: cada vez que Dios dice “Hágase” también va diciendo “sepárese”, lo que ya demuestra el doble carácter de la creación misma. Por un lado muestra la unidad de la materia creada; por el otro, su variedad, su multiplicidad. Esta dualidad se corresponde con la costumbre de los pueblos orientales antiguos de abarcar una totalidad (en este caso, cósmica) mencionando la presencia de situaciones o elementos extremos u opuestos: cielo/tierra, luz/tinieblas, sol/luna, aves/peces, hombre/mujer. Por eso vale afirmar que el Génesis parte, desde un punto de vista lingüístico, de una enunciación oximorónica. Conjuga términos de significación opuesta como un modo de marcar la diferencia de la percepción humana de la realidad, fundada sobre una comparación entre elementos relativos, ante la divinidad que se encuentra más allá de cualquier relativismo, más allá del principio lógico de la no-contradicción que constituye nuestro saber. Al ser infinito, Dios aúna (o se manifiesta en) cualquier cosa y su contrario, ya sea el más y el menos, lo máximo y lo mínimo, pudiéndose hablar de una coincidencia de opuestos, noción que hará parte de la reflexión filosófica del Renacimiento a partir del siglo XIV.
Pero, más allá de este dinamismo básico que subyace en el principio de la creación, siempre tengamos en cuenta que la visión mítica del hombre perteneciente a culturas muy antiguas -como la hebrea, por ejemplo- privilegia un mundo cerrado que se caracteriza por su gran estabilidad. Es decir, los hombres se enfrentan al universo como a un enigma y resuelven esa ansiedad resultante con respuestas universales al movimiento y al cambio en formas fijas y estables. De esta manera hacen frente a lo inefable y al peligro. Incluso la vida social se reduce a ciertas fórmulas de comportamiento y percepción que deben garantizar un orden casi estático frente a un universo amenazante y cambiante. Todo cambio se explica por lo que no cambia, o sea, por una suerte de garantía divina del orden en la aparente multiplicidad caótica de la naturaleza y sus mundos contextuales (como, de hecho, se desprende de la Torah en su conjunto y algunos textos que se clasifican bajo el término genérico Ketubiim, en especial, Proverbios y Eclesiastés). La oralidad predominante de las sociedades antiguas, en las que la escritura no es una práctica extendida, es una configuración de la repetición, una forma que se reitera ritualmente para reproducir una textualidad construida por los conformadores del mundo, con la religión -es decir, la creencia en una garantía sobrenatural ofrecida al hombre para su propia salvación y las prácticas dirigidas a obtener o conservar esta garantía- como aval, con el control férreo de lo controlable ante lo desconocido en movimiento. De ahí provienen formas de la oración, de la canción, del libro sagrado, del conjuro. Detengámonos en ese conjunto de estructuras gramaticales formularias del capítulo uno del Génesis como:
1- Dijo Dios. Si tomamos en cuenta la tradición bíblica, Dios no es solamente el primer motor y la causa primera del devenir y del orden del mundo, sino también el autor de la estructura sustancial del mundo mismo a través de la palabra. La omnipotencia de lo que Él pronuncia es comprensible si tenemos en cuenta que, en el texto original, el término hebreo dabar significa tanto palabra como suceso o acontecimiento; es decir, la lengua es por lo tanto lo que crea y lo que realiza, es el verbo y el nombre. De allí que se considere que en Dios el nombre es creador porque es verbo y, por lo tanto, acción; y el verbo de Dios es conocimiento absoluto de las cosas porque es nombre, y el nombre tiene por función revelar lo que las cosas son en su esencia. Si se quiere, podemos considerar que esta noción de la palabra se la puede clasificar como propia del mundo de la magia: es una herramienta de poder (no en vano, cuando se la usa, siempre es en un tono imperativo). Sin embargo, es bueno destacar que, en el versículo 27 del capítulo primero, Dios no ha creado al hombre mediante el verbo y no lo ha nombrado. No ha querido someterlo a la lengua, sino que Dios ha dejado surgir libremente en el hombre la lengua, que le había servido como medio para la creación y su dominio. De forma implícita, este dato nos da entender que el ser humano se posiciona en una escala superior a los demás seres animados, pues posee el don de la palabra, y mediante éste don domina (o enseñorea), según lo establece la ley divina.
2- y fue así es una construcción frástica complementaria de la aseveración anterior que pone de relieve el poder creador de la palabra del Dios bíblico. La orden divina se cumple de forma inmediata, y el efecto producido coincide a la exactitud con el pensamiento y la voluntad del Creador.
3- y vio Dios que era bueno. Por ser resultado del gesto libre de una divinidad que no necesita de él, el mundo tiene un valor: valor para Dios que lo crea y para el hombre que dispondrá de él. La fórmula de aprobación (repetida siete veces a lo largo del capítulo primero) señala un hito significativo de la teología del Génesis, al afirmar que la obra arquetípica de Dios, la creación del mundo y de sus elementos, refleja la bondad divina. Cada obra es alabada por su “bondad” ontológica y funcional. La expresión hebrea tôb (“bueno”) se refiere tanto a la bondad de las cosas en sí, como al obrar de Dios (“y vio que era bueno”) y a la “funcionalidad” de los elementos del mundo, que tienen su lugar dentro de un orden y responden a la intención de su autor divino. La insistencia en afirmar la “bondad” de la creación indica que se trata de una idea central en el capítulo, vinculada a una concepción “optimista” del mundo, y es de observar que la fórmula de aprobación no tiene una raíz empírica o racional, sino que es una afirmación que surge de la fe: la creación es buena, porque es Dios el que crea y estructura el cosmos. Significativamente, esta fórmula no es mencionada respecto al hombre (1:31), a fin de dejar abierto el tema del pecado original en el capítulo 3.
4- separó. Si volvemos nuevamente al texto original, descubriremos que en la lengua hebrea, barar, que significa precisamente dividir, también hace alusión a otros verbos como seleccionar, discernir, clasificar y/o purificar. Esto se relaciona con aquello de que todo mito cosmogónico relata el origen del universo como una realidad coherente y armoniosa, ya que responde a la necesidad humana de explicar y comprender el mundo en que se vive. Además el hombre sólo puede comprender el orden, pues el caos de por sí es inentendible. En este caso, separar, seleccionar, clasificar, son los procesos que determinan ese ordenamiento “racional” de los elementos que constituyen la totalidad del mundo conocido. De allí que el Dios genesíaco no deba ser entendido solamente como creador, sino como “ordenador” de la realidad, otorgándole a cada cosa que la integra una nominación determinada.
5- Y fue la tarde y la mañana del x día. El Génesis va registrando la semana de la creación como la primera semana del mundo. A primera vista el esquema de la semana puede parecer un antropomorfismo: Dios ejecuta sus obras a lo largo de una semana, a la manera del hombre. Pero en realidad sucede al revés: Dios funda la semana que se va gestando en siete momentos, señalados cada vez como el surgimiento de algo nuevo. En otras palabras, Dios no llena cada día de una semana preexistente con algunas de sus obras, sino que la creación de cada uno de los elementos del mundo determina la aparición de los días.
Esto nos recuerda que si el mito es un relato de los orígenes y, como tal, asume una función de instauración, es natural que tome como centro temático un evento fundador del mundo, de las cosas y del hombre, y que a su vez haya tenido lugar en un tiempo primordial anterior a la historia, o sea, anterior al conjunto total de los hechos humanos que después serán sistematizados por cada cultura o sociedad para su mejor conocimiento y comprensión. En otros términos, los acontecimientos fundadores (la creación del cielo y de los mares, la creación del sol y la luna, del hombre y la mujer) no pertenecen a la cadena de acontecimientos normales que ocurren dentro de lo que nosotros concebimos como historia, sino a los que ocurren fuera de la misma (¿cuándo ocurrió el principio en que sólo había tinieblas sobre la faz del abismo y Dios empezó a crear?; ¿en qué siglo, año o mes ocurrió el primer o el segundo día?). Por otro lado, en el momento mismo que el mito pertenece al ámbito del discurso, ya que es una especie de relato en que las frases se suceden en un tiempo irreversible y que se relaciona con un tiempo pasado, se vuelve fácil de entender porque estas estructuras gramaticales formularias están conjugadas, mayormente, en pretérito del modo indicativo: con esta modalidad designamos la no ficción de lo denotado por la raíz léxica del verbo, esto es, todo lo que el hablante estima real o cuya realidad no se cuestiona. Recordemos que, en todos los épocas y en todas las áreas culturales, los hombres han elaborado una pluralidad de relatos como un modo de afirmar la verdad de su experiencia del mundo y de sí mismos. Detalle que no debemos dejar de lado, pues la lectura de los primeros versículos del Génesis nos revela que de lo que se trata es de mantener en orden al cosmos mediante una oralidad ritualizada y bajo el control de sus administradores y promotores (la clase sacerdotal).


Para terminar el análisis de lo que abarca el capítulo estudiado, nos queda un punto importantísimo aunque de un modo u otro ya ha sido mencionado: la creación del hombre. Según indica el texto, el hombre ha sido creado a “imagen y semejanza” de Dios, y por ese motivo constituye la meta intencional de todo el proceso creativo. Por lo tanto nos queda por determinar a imagen y semejanza de qué Dios ha sido creado el hombre. El Génesis no lo especifica, pero el contexto sugiere una respuesta inequívoca: el hombre ha sido hecho a imagen del Dios creador, cuyo obrar arquetípico describe el relato sacerdotal de la creación. Este Dios creador trasmitió parte de su potencial al hombre, puesto en la tierra, como su lugarteniente y depositario de una prerrogativa que en otras áreas culturales estaban reservadas a un rey. Por eso, con la aparición del hombre en el sexto día, Dios deja de crear y entra en su descanso. En adelante, será el hombre, su imagen, el encargado de llevar adelante la obra creadora en este mundo.
Otro detalle que ha de ser tenido en cuenta es que la antropología bíblica especifica, además, que Dios creó al hombre en su distinción natural de varón y mujer (l:27). El Génesis no piensa en las categorías del hombre solitario, sino de una pareja fecunda. Esta acotación tiene una importancia decisiva, porque retoma y profundiza la concepción de la sexualidad que se fue gestando en la cultura patriarcal judía de los siglos XII-IV a.C., que afirmaba de todas las formas posibles la superioridad del hombre sobre la mujer. El Génesis declara, con una formulación sobria y sencilla, pero exenta de toda ambigüedad, que ese ser concreto llamado hombre, sexualmente determinado en su singularidad como varón o mujer, es la imagen de Dios. La diferenciación sexual, según esto, entra en la definición esencial del ser humano y está arraigada en el orden de la creación. Por otra parte, el relato de la formación de la pareja humana se orienta hacia la bendición del versículo 28: en una tierra desdivinizada, el hombre, como ser autónomo y responsable, recibe la capacidad de engendrar la vida y el dominio de la naturaleza. El Creador confía al hombre su obra, que en el momento de la creación estaba sólo en los comienzos. A él le corresponde descubrir el mundo, liberar sus fuerzas y forjar en él su propia historia.