domingo, 27 de octubre de 2013

Antes del desayuno - Eugene O'Neill

Antes del desayuno –  Eugene O’Neill

Escenario: Una pequeña habitación que sirve a un tiempo de cocina y comedor en un departamento de la calle Christopher, en Nueva York. A foro, una puerta que lleva al vestíbulo. A la izquierda de la puerta, una pileta y una cocina de gas de dos mecheros. Más allá de la cocina y hacia la pared de la izquierda, un armario de madera para platos, etcétera. A la izquierda, dos ventanas que dan sobre una escalera de emergencia, donde varias plantas en sus tiestos agonizan en el abandono. Delante de las ventanas, una mesa cubierta con un hule. Dos sillas con asiento de caña junto a la mesa. Otra contra la pared,  a la derecha de la puerta del foro.  En la pared de la derecha, foro, una puerta que lleva a la alcoba. Más adelante, diversas prendas de vestir de hombre y de mujer prenden de unas clavijas. Desde el rincón de la izquierda, foro, hasta la pared de la derecha, primer término, hay tendida una cuerda con ropa.

Son aproximadamente las ocho y media de la mañana de un día hermoso y lleno de sol, a comienzos de otoño.

La señora Rowland viene de la alcoba, bostezando, dando aún los últimos toques a su desaliñado tocado, insertando horquillas en su cabello, recogido en pardusca masa en lo alto de su cabeza redonda. Es de mediana estatura y propensa a una gordura sin líneas, acentuada por su vestido azul deformado, humilde y raído. Su rostro es impersonal, de facciones pequeñas y regulares y ojos extrañamente azules. En sus ojos, su nariz y su boca débil y rencorosa, hay una expresión atormentada. Tiene poco más de veinte años, pero parece mucho mayor.

Llega al centro de la habitación y bosteza, desperezándose. Sus soñolientos ojos se pasean absortos por todo lo que la rodea, con la irritación propia de aquel para quien un largo sueño no ha significado un largo descanso. Va con aire cansado hacia la ropa que cuelga a la derecha y descuelga un delantal. Se lo ciñe a la cintura, dejando escapar un “maldito sea” cuando el nudo no obedece a sus torpes dedos. Por fin consigue atarlo y va lentamente hacia la cocina a gas y enciende uno de los mecheros. Llena la cafetera en la pileta y la pone sobre la llama. Luego se desploma en una silla que está junto a la mesa y se pone una mano sobre la frente, como si le doliera la cabeza. De pronto su rostro se ilumina como si recordara algo y mira el armario de los platos; luego dirige una penetrante mirada hacia la puerta del dormitorio y escucha atentamente durante unos instantes.

SRA. ROWLAND (en voz baja) - ¡Alfredo! ¡Alfredo! (del cuarto contiguo no llega respuesta alguna y la señora Rowland prosigue con tono desconfiado, alzando la voz) No tienes que fingir que estás dormido. (De la alcoba no llega la menor respuesta y la señora Rowland, tranquilizada, se levanta y va cautelosamente hacia el armario. Abre con lentitud una de las puertas, cuidando mucho de no hacer ruido y saca de su escondite detrás de los platos una botella de ginebra Gordon y un vaso. Al hacerlo, mueve el plato de arriba, que tintinea levemente. Al oír esto, la señora Rowland sufre un sobresalto culpable y mira con malhumorado desafío la puerta del cuarto contiguo. Con la voz trémula:) ¡Alfredo!
(Después de una pausa, durante la cual trata de percibir algún sonido, toma el vaso y se sirve una buena cantidad de ginebra y lo apura; luego, precipitadamente, repone la botella y el vaso en su escondite. Cierra el armario con el mismo cuidado con que lo ha abierto y con un gran suspiro de alivio se deja caer nuevamente en su silla. La gran dosis de alcohol le ha causado un efecto casi inmediato. Sus facciones se vuelven más animadas, parece cobrar energías y mira la puerta de la alcoba con una sonrisa dura y vengativa. Sus ojos pasean una rápida mirada por la habitación y se posan sobre un saco y un chaleco de hombre que penden a la derecha. Se encamina cautelosamente hacia la puerta abierta y se detiene allí, sin que la vea el que está adentro, y escucha, tratando de sorprender algún movimiento.)

(Llamando, casi en un susurro) ¡Alfredo!
(Nuevamente, no hay respuestas. Con ágil movimiento, la señora Rowland descuelga el saco y el chaleco y vuelve con ellos a su silla. Se sienta y saca los diversos objetos que contiene cada bolsillo, pero los reintegra rápidamente a su sitio. Por fin, en el bolsillo interior del chaleco encuentra una carta)

(Mirando la letra se dice lentamente) Lo sabía.
(Abre la carta y la lee. En el primer momento, su expresión revela odio e ira, pero a medida que avanza en la lectura hasta acabarla se trueca en triunfante malignidad. Durante un instante queda muy pensativa. Luego vuelve a poner la carta en el bolsillo del chaleco, y, cuidando aún de no despertar al durmiente, cueLga nuevamente las pendas en la misma clavija, va hacia la puerta de la alcoba y atiba.)

(Con voz sonora y chillona) ¡Alfredo! (Más fuerte) ¡Alfredo! (Del cuato contiguo llega un gemido ahogado que se confunde con un bostezo) ¿No te parece que ya es hora de levantarte? ¿Piensas quedarte en cama todo el día? (Volviéndose y regresando a su silla) Ya sé que eres lo suficientemente haragán para pasarte la vida en la cama. (Se sienta, mira por la ventana y dice, con irritación) ¿Qué hora será? Ya no podemos saberlo desde que empeñaste estúpidamente tu reloj. Era el último objeto de valor que teníamos, y lo sabías. Sólo has pensado en empeñar, empeñar, empeñar… Cualquier cosa con tal de alejar la hora de buscar empleo, cualquier cosa con tal de no trabajar como un hombre. (Golpea el suelo con el pie nerviosamente, mordiéndose los labios) (Después de una breve pausa) ¡Alfredo! Levántate… ¿Me oyes? Quiero hacer esa cama antes de salir. Estoy harta de que esto esté en desorden por tu culpa. (Con cierta vengativa satisfacción) Y por cierto que no podremos quedarnos mucho tiempo aquí, a menos que consigas dinero en alguna parte. Dios sabe que yo hago lo mío – y más aún – yendo a coser a domicilio todos los días, mientras tú haces el caballero y holgazaneas por las tabernas con ese hato de inútiles artistas del Square.
(Breve pausa, durante la cual la señora Rowland juega nerviosamente con una taza y un platito que están sobre la mesa). ¿Y dónde conseguirán dinero, quisiera saber yo? En esta semana tenemos que pagar el alquiler, y ya sabes cómo es el dueño de casa. No nos dejará vivir aquí un solo minuto más si no le pagamos puntualmente. Dices que no puedes conseguir trabajo. Eso es mentira, y tú lo sabes. Nunca lo buscaste, siquiera. Te pasas los días vagabundeando por ahí, escribiendo poemas y cuentos estúpidos que nadie quiere comprar… y me explico que no quieran comprarlos. Pero advierto que yo siempre puedo conseguir trabajo y lo consigo; y sólo eso nos salva de morirnos de hambre.
(Se levanta y va hacia la cocina, mira la cafetera para ver si el agua hierve y vuelve y se sienta.) Hoy tendrás que conseguir dinero en alguna parte. Yo no puedo hacerlo todo y no lo haré. Tienes que recobrar el sentido común. Tienes que pedirlo, mendigarlo o robarlo donde sea (Con desdeñosa risa) Pero… ¿dónde, quisiera yo saber? Eres demasiado orgulloso para mendigar y has pedido ya todos los préstamos posibles, y no tienes valor para robar.
(Después de una pausa, levantándose irritada) ¡Por amor de Dios! ¿No te has levantado todavía? Es muy propio de ti eso de volverte a dormir, o de fingirlo. (Va hacia la puerta del dormitorio y atisba) ¡Ah, te has levantado! Bueno, ya era hora. No tienes por qué mirarme así. Tus desplantes no me engañan, ya. Te conozco demasiado… mejor de lo que supones… a ti y a tus andanzas. (Alejándose de la puerta, con tono significativo) Conozco un montón de cosas, querido. Ahora no te preocupes de lo que sé. Te lo diré antes de irme, no te aflijas. (Va hacia el centro del aposento y se detiene allí, frunciendo el ceño)

(Con tono irritado) ¡Hum! ¡Supongo que más vale preparar el desayuno… y no porque haya mucho que preparar! (Con tono de interrogación) Salvo que tengas algún dinero… (Hace una pausa esperando una respuesta del cuarto contiguo, que no llega) ¡Qué pregunta estúpida! (Con dura risita) A estas horas, yo debiera conocerte mejor ya. Cuando te fuiste anoche tan malhumorado, me imaginé qué pasaría. No se te puede tener la menor confianza. ¡En lindo estado viniste a casa! Nuestra riña sólo te sirvió de pretexto para mostrarte bestial. ¿De qué te valió empeñar el reloj si sólo querías dinero para derrocharlo en whisky?
(Va hacia el armario y saca platos, tazas, etcétera, mientras habla.)

¡Apresúrate! Últimamente, gracias a ti, no tardo mucho en preparar el desayuno. Esta mañana sólo tenemos pan, manteca y café: y ni siquiera tendrías eso si yo no me estropeara los dedos cosiendo. El pan está duro. Supongo que te gustará. Tú no te mereces nada mejor, pero no veo por qué he de sufrir yo. (Yendo hacia la cocina de gas) El café dentro de un momento, y no esperes que te lo sirva.
(Repentinamente, con violenta ira) ¿Qué diablos estás haciendo ahora? (Va hacia la puerta y atisba) Bueno, por lo menos estás casi vestido. Creí que te habías metido en la cama de nuevo. Eso sería muy propio de ti. ¡Qué aspecto horrible tienes esta mañana! ¡Aféitate, por amor de Dios! ¡Estás repulsivo! Pareces un vagabundo. Por algo nadie quiere darte empleo. No los culpo… Tu aspecto no es ni aun medianamente decente. (Va hacia la cocina de gas) Aquí hay mucha agua caliente. No tienes la menor excusa. (Toma un tazón y vierte en él un poco de agua de la cafetera) Toma.
(Él tiende la mano en procura del tazón. Se ve una mano sensible, de finos dedos, que tiembla, y parte del agua se derrama sobre el piso.)

(La señora Rowland, con tono insultante) ¡Mira cómo te tiembla la mano! Más vale que abandones la bebida. No puedes soportarla. Los hombres como tú son los mejores candidatos al delirium tremens. ¡Eso sería la gota que hace desbordar el vaso! (Mirando el piso)  Mira cómo has dejado el piso… hay colillas y cenizas en toda la habitación. ¿Por qué no los tiraste sobre el plato? No, no serías lo bastante considerado para hacerlo. Nunca piensas en mí. Tú no tienes que barrer la habitación, y eso es todo lo que te importa.
(Toma la escoba y empieza a barrer malignamente, levantando una nube de polvo. De las habitaciones interiores llega el rumor de una navaja de afeitar que afilan)

(Barriendo) ¡Apresúrate! Ya debe ser casi hora de que me vaya. Si llegara tarde, me expondría a perder mi empleo y entonces ya no te podría seguir manteniendo. (Y al ocurrírsele algo más, agrega sarcásticamente) Y entonces, tendrías que trabajar o hacer alguna cosa horrible de esa especie. (Barriendo debajo de la mesa.) Lo que quiero saber es si buscarás hoy trabajo o no. Sabes que tu familia no nos seguirá ayudando. También ellos ya están hartos de ti. (Después de barrer en silencio durante unos instantes) Estoy cansada de toda esta vida. Ganas me dan de irme a casa, pero soy demasiado orgullosa para permitir que te sepan un fracasado… a ti, el hijo único del millonario Rowland, el egresado de Harvard, el poeta, el hombre notable del pueblo… ¡Bah! (Con amargura) No serían muchas las que me envidiarían mi hombre notable si supieran la verdad. Me gustaría saber una cosa… ¿Qué ha sido nuestro matrimonio? Aun antes de que tu padre millonario muriera debiéndole dinero a todo el mundo, nunca derrochaste un solo minuto a tu esposa. Supongo que, a tu entender, yo debía darme por satisfecha con tu honorable actitud al casarte conmigo… después de haberme puesto en dificultades. Yo te avergonzaba ante tus refinados amigos porque mi padre sólo es un almacenero, eso es lo cierto. Por lo menos es un hombre honrado, y tú no podrías decir lo mismo del tuyo. (Sigue barriendo enérgicamente hacia la puerta. Se apoya sobre su escoba por un momento)

Suponías que todos creerían que te habías visto obligado a casarte conmigo y te compadecerían… ¿verdad? No vacilaste mucho para decirme que me querías y para hacerme creer en tus mentiras antes de que sucediera aquello… ¿no es cierto? Me hiciste suponer que no querías que tu padre me sobornara, como trató de hacerlo. Pero ya sé a qué atenerme. Por algo he vivido tanto tiempo contigo. (Sombríamente) Es una suerte que nuestro pobre hijo naciera muerto, después de todo… ¡Qué padre hubieras sido
!
(Permanece en silencio y cavilando hoscamente durante un instante, y luego prosigue con una suerte de salvaje alegría)

Pero no soy la única que tiene que agradecerte su desdicha. Hay, por lo menos, otra y esa no puede tener esperanzas de casarse contigo ahora. (Asoma la cabeza al cuarto contiguo) ¿Qué me dices de Elena? (Retrocede del vano de la puerta con un sobresalto, algo asustada)

¡No me mires así! Sí, he leído esa carta. ¿Y qué? Tenía derecho a leerla. Soy tu esposa. Y sé todo lo que hay que saber, de modo que no me mientas. No tienes por qué mirarme así. Ya no podrás intimidarme con esos aires de hombre superior. Si no fuese por mí, te irías sin desayunarte esta mañana. (Va hacia la cocina de gas y echa café en la cafetera)  El café está listo. No te esperaré. (Vuelve a sentarse)

(Después de una pausa, llevándose la mano a la cabeza, malhumorada) ¡Cómo me duele la cabeza esta mañana! Es una vergüenza que deba irme a trabajar todo el día en una habitación asfixiante, en este estado. Y no iría si fueras un hombre. Debiera ser yo quien pasara el día tendida en la cama, y no tú. Bien sabes lo enferma que he estado en este último año; y, sin embargo, cuando tomo alguna pequeñez para levantarme el ánimo, me lo echas en la cara. Ni siquiera quisiste dejarme tomar ese tónico que compré en la farmacia. (Con risa cruel) Sé que alegraría verme muerta y que no te estorbara; entonces podrías correr detrás de esas muchachas estúpidas que te creen maravilloso e incomprendido… Esa Elena y las demás. (Del cuarto contiguo llega una aguda exclamación de dolor)

(Con satisfacción) ¡Claro! ¡Ya sabía yo que te cortarías! Eso te servirá de lección. Bien sabes que no debes pasarte las noches vagabundeando por ahí y bebiendo, con tus nervios en tan deplorables condiciones. (Va hacia la puerta y se asoma a la otra habitación)

¿Por qué estás tan pálido? ¿Por qué te miras así, fijamente, en el espejo? ¡Por amor de Dios! ¡Quítate esa sangre de la cara! (Con escalofrío) Es horrible. (Con tono de alivio) Bueno, ya estás mejor. Nunca he podido soportar el espectáculo de la sangre. (Se aparta un poco de la puerta) Más vale que renuncies a afeitarte solo y vayas a una peluquería. Tu mano tiembla horriblemente. ¿Por qué me miras así? (Se aleja de la puerta) ¿Todavía estás furioso conmigo a causa de la carta? (Desafiante) Pues yo tenía derecho a leerla. Soy tu esposa. (Va hacia la silla y vuelve a sentarse. Después de una pausa) Hace tiempo que estoy enterada de que tienes una aventura. Tus débiles pretextos de que te pasabas el tiempo en la biblioteca no me engañaron. Y, después de todo… ¿quién es esa Elena? ¿Una de esas artistas? ¿O también escribe poemas? A juzgar por su carta, lo parece. Apostaría a que te dijo que tus cosas eran lo mejor que se había escrito en el mundo, y que te lo creíste como un imbécil. ¿Es joven y linda? También yo era joven y linda cuando me engañaste con tu hermosa palabrería poética; pero la vida contigo la consume pronto a cualquiera. ¡Las que he pasado!
(Va hacia la cocina de gas y retira el café)  El desayuno está listo. (Con una mirada de desdén) Se te enfriará el café. ¿Qué estás haciendo? ¿Afeitándote, todavía? ¡Por amor de Dios! Más vale que renuncies a eso. Una de estas mañanas te harás un buen tajo. (Se corta pan y lo unta con manteca. Durante los párrafos siguientes, come y bebe su café)

Tendré que irme corriendo apenas concluya de comer. Uno de nosotros tiene que trabajar. (Irritada) ¿Vas a buscar trabajo hoy o no? Seguramente, alguno de tus refinados amigos te ayudaría si te creyera realmente tan talentoso. Pero supongo que todos ellos prefieren oírte hablar. (Se queda sentada en silencio durante un momento)

Lo siento por esa Elena, sea quien sea. ¿No tienes ninguna consideración por los demás? ¿Qué dirá su familia? Veo que ella la menciona en su carta. ¿Qué hará? ¿Alumbrar al niño… o ir a ver a uno de esos médicos? Linda situación, hay que confesarlo. ¿Dónde conseguiría el dinero? ¿Es rica? (Espera alguna respuesta a esta andanada de preguntas)

Hum… No me dirás nada sobre ésa… ¿verdad? ¡Tanto me da! Después de todo, no lo lamento por ella. Sabía qué estaba haciendo. A juzgar por su carta, no es una colegiala como lo era yo. ¿Sabe que estás casado? Claro que debe saberlo. Todos tus amigos están enterados de tu infortunado matrimonio. Sé que te compadecen, pero no conocen mi versión del asunto. Hablarían de otro modo si la conociesen.
(Está demasiado ocupada comiendo para seguir hablando, durante un segundo o dos.)

Esa Elena debe ser una buena pieza, si sabe que eres casado. ¿Qué esperaba? ¿Qué yo te concediera el divorcio y te dejara casarte con ella? ¿Cree que soy lo bastante chiflada para eso… después de todas las que me hiciste pasar? ¡Por cierto que no! Y tu no podrías conseguir el divorcio de mí y bien lo sabes. Nadie podrá decir jamás que yo he hecho algo malo (Apura el resto de su café)

Ella merece sufrir, es todo lo que puedo decirte. Te diré lo que pienso: creo que tu Elena no pasa de ser una vulgar trotacalles. Esa es mi opinión. (Del cuarto contiguo llega un sofocado gemido.)

¿Has vuelto a cortarte? Bien merecido lo tienes. (Se levanta y se quita el delantal) Bueno, tengo que irme sin demora. (Malhumorada) ¡Vaya una vida la que llevo! No soportaré por más tiempo tu haraganería.  (Oye algo y hace una pausa, escuchando atentamente)  ¡Eso es! ¡Has volcado toda el agua! No digas que no. La oigo gotear por el piso. (Una vaga aprensión aparece en su rostro) ¡Alfredo! ¿Por qué no contestas?
(Va lentamente hacia la otra habitación. Se oye caer una silla y algo que se desploma pesadamente en el suelo. La señora Rowland se detiene, temblando de pánico, y exclama:)

¡Alfredo! ¡Alfredo! ¡Contéstame! ¿Qué has hecho caer? ¿Estás borracho, todavía? (Incapaz de soportar la tensión ni por un momento más, se lanza hacia la puerta del dormitorio.)

¡Alfredo!
(Se detiene en el umbral, mirando el suelo del cuarto interior transfigurada de horror. Luego lanza un salvaje alarido y corre hacia la puerta, hace girar la llave y la abre frenéticamente de par en par. Y se precipita al vestíbulo gritando como una loca.)
TELÓN

viernes, 1 de marzo de 2013

La Odisea - Canto I (Fragmento inicial)

1 Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

martes, 26 de febrero de 2013

El cuervo (fragmento final) - E.A.Poe



El cuervo

Y el cuervo, sin volar, sigue posado, sigue posado,
En el pálido busto de Palas sobre la puerta de mi cuarto;
Y sus ojos tienen todo el aspecto de un demonio pensativo,
Y la luz de la lámpara cayendo sobre él lanza su sombra en el suelo;
Y mi alma de esa sombra que yace trémula en el suelo
No será levantada ¡Nunca más!

Edgard Allan Poe, 1845.

Cantar de los cantares - Poema 4

EL NOVIO.

 1 ¡Qué bella eres, amor mío,
qué bella eres!
Palomas son tus ojos
a través de tu velo,
tu melena, rebaño de cabras
que desciende del monte Galaad.
2 Tus dientes, rebaño esquilado
de ovejas que salen del baño:
todas con crías mellizas,
entre ellas no hay una estéril.
3 Tus labios, cinta escarlata,
y tu hablar todo un encanto.
Tus mejillas, dos cortes de granada,
se adivinan tras el velo.
4 Tu cuello, la torre de David,
muestrario de trofeos:
mil escudos penden de ella,
todos paveses de valientes.
5 Tus pechos son dos crías
mellizas de gacela,
paciendo entre azucenas.
6 Antes que sople la brisa,
antes de que huyan las sombras,
iré al monte de la mirra,
a la colina del incienso.
7 ¡Toda hermosa eres, amor mío,
no hay defecto en ti!
8 Ven del Líbano, novia mía,
ven, llégate del Líbano.
Vuelve desde la cumbre del Amaná,
de las cumbres del Sanir y del Hermón,
desde las guaridas de leones,
desde los montes de leopardos.
9 Me has robado el corazón,
hermana y novia mía,
me has robado el corazón
con una sola mirada,
con una vuelta de tu collar.
10 ¡Qué hermosos son tus amores,
hermana y novia mía!
¡Qué sabrosos tus amores!
¡Son mejores que el vino!
¡La fragancia de tus perfumes
supera a todos los aromas!
11 Tus labios destilan miel virgen, novia mía.
Debajo de tu lengua
escondes miel y leche;
la fragancia de tus vestidos
parece fragancia del Líbano.
12 Eres huerto cerrado
hermana y novia mía,
huerto cerrado,
fuente sellada.
13 Tus brotes, paraíso de granados,
lleno de frutos exquisitos:
14 nardo y azafrán,
aromas de canela,
árboles de incienso,
mirra y áloe,
con los mejores bálsamos.
15 ¡Fuente de los jardines,
pozo de aguas vivas
que fluyen del Líbano!

La Odisea - Canto IX

La Odisea, Canto IX ~ Homero

Relatos ante Alcino.
El Cíclope.

Entonces el ingenioso Ulises le respondió con las siguientes palabras:

—Poderoso Alcino, y el más ilustre entre todos los pueblos, cuán dulce es oír a semejante cantor, que por el encanto de su voz es igual a los dioses. No, sin duda, creo que no es posible proponerse un fin más agradable que el de ver reinar la alegría en todo un pueblo, ver a estos invitados escuchando a un cantor en el palacio, sentados todos alrededor de mesas cargadas de panes y manjares, mientras que el copero saca el vino de las jarras y lo trae para llenar las copas; esto es lo que en mi alma me parece lo más hermoso. Pero, puesto que es tu deseo enterarte de mis lamentables infortunios, es preciso que suspire otra vez derramando lágrimas. ¿Por dónde comenzar y cómo terminar este relato? Los dioses del cielo me han abrumado con muchos dolores. Ahora, pues, te diré mi nombre, para que lo sepas; porque si evito el día funesto, quiero ser tu huésped, aun cuando viva en moradas lejanas. Yo soy el hijo de Laertes, Ulises, que con mis estratagemas me he dado a conocer a todos los hombres y cuya gloria ha subido hasta los cielos. Habito en la occidental isla de Itaca; en ella hay una soberbia montaña, el Nerito, cubierto de árboles; en derredor se encuentran islas numerosas y próximas las unas de las otras: Duliquio, Same, Zante sombreada por bosques; Itaca, cuya orilla apenas destaca del mar, y la más próxima a poniente (las otras se encuentran frente a la aurora del sol), está cubierta de peñascos; pero ella alimenta a una juventud vigorosa. No puedo ver ningún otro lugar que se mea más dulce que mi país. La ninfa Calipso me retuvo mucho tiempo en sus profundas grutas, deseando con ardor que yo fuera su esposo; asimismo la astuta Circe, que reina en la isla de Ea, me retuvo en su palacio, deseando también que fuera su esposo; pero ni la una ni la otra logró persuadir mi corazón. No, nada hay más querido para el hombre que su patria y sus padres, aun cuando habitase en una rica mansión en tierra extranjera, lejos de su familia. Pero, puesto que lo deseas, voy a contarte mi regreso, con todos los males que me envió Zeus cuando partí de Troya.

"Al salir de Ilion, los vientos me llevaron al país de los ciconios, hacia la ciudad de Ismaro; yo asolé esa ciudad e hice perecer a sus habitantes. Después de raptar a sus esposas y apoderamos de numerosas riquezas, hici-mos el reparto, y nadie se fue sin tener una parte igual. Yo les exhorté a huir con pie ligero; pero los insensatos no me obedecieron. Allí, bebiendo el vino en abundancia sacrificaban en la orilla numerosos rebaños de bueyes y de ovejas. Durante ese tiempo, habiendo huido algunos ciconios, llaman a otros ciconios sus vecinos más próximos y los más valientes, que habitan el interior de las tierras, que saben, en un carro, combatir a sus enemigos y también esperarlos a pie firme. Tan pronto como clarea el día, acuden, numerosos como las hojas y las flores en la estación de la primavera; enton-ces el funesto destino de Zeus se adhiere a nosotros, desventurados, para hacemos padecer muchos males. Alineados, nos libran combate delante de las naves, y sucesivamente nos atacan con sus lanzas de cobre. Durante toda la mañana y mientras se eleva el astro sagrado del día, resistimos a nuestros enemigos, aun cuando superiores en número; pero cuando el sol declina y trae la hora en que son desatados los bueyes, los ciconios se arrojan contra los griegos y los ponen en fuga. Cada una de mis naves perdió seis guerreros, los otros escaparon a la muerte.

"Volvemos a embarcar, contentos de haber evitado la muerte, pero con el corazón apesadumbrado por haber perdido a nuestros compañeros. Sin embargo, nuestras grandes naves no se alejan sin que hayamos llamado tres veces a los amigos infortunados que perecieron en esa orilla, vencidos por los ciconios. Entonces el poderoso Zeus suscita contra nosotros el viento Bóreas, acompañado de una espantosa tempestad, y oculta bajo densas nubes la tierra y las olas; la noche cae de repente desde el cielo. Nuestras naves son arrastradas a lo lejos sin dirección, y las velas son desgarradas en jirones por la violencia del viento; las depositamos en las naves para evitar la muerte y dirigimos en seguida la flota hacia el continente más cercano. Durante dos días y dos noches permanecemos en esa ribera, con el corazón devorado por los dolores y los tormentos. Pero cuando la Aurora de hermosa cabellera hubo traído el día tercero, levantamos los mástiles, desplegamos las velas y volvemos a subir a las naves, conducidas por el viento y los pilotos. Yo esperaba por fin llegar felizmente a las tierras de la patria, cuando, al doblar el cabo Maleo, Bóreas y las rápidas corrientes del mar me rechazan y me alejan de Citera.

"Durante nueve días fui llevado por los vientos contrarios en el mar rico en peces; pero al día décimo fui a parar al país de los lotófagos, que se alimentan de la flor de una planta. Bajamos a la playa y sacamos agua de las fuentes; luego, mis compañeros comen junto a las naves. Cuando hemos terminado de comer y de beber, yo decido enviar a mis compañeros a explorar, escogiendo a dos de entre ellos; el tercero que les acompañaba era un heraldo, para informarse de cuáles eran los pueblos que en aquellos lugares se alimentaban de los frutos de la tierra. Habiendo, pues, partido éstos, se mezclaron a los pueblos lotófagos; pero los lotófagos, que no tenían inten-ción de dar muerte a nuestros compañeros, les dieron a probar el loto. Aquellos que comieron el dulce fruto del loto no querían venir a dar cuenta del mensaje ni regresar, sino que, por el contrario, deseaban quedarse entre los pueblos lotófagos, y para alimentarse del loto se olvidaban de regresar. Sin embargo, yo les obligué a que llorando volvieran a subir a las naves, y los até a los bancos de los remeras. Al instante ordeno a mis otros compa-ñeros que suban a las ligeras naves, temiendo que también ellos, comiendo el loto, se olviden de regresar. Suben en seguida, se colocan en los bancos, y todos sentados en orden baten con sus remos el mar espumoso.

"Lejos de estos lugares comenzamos de nuevo a navegar, con el corazón transido de dolor. Llegamos en seguida al país de los violentos Cíclopes, que viven sin leyes, y que, confiando en los dioses inmortales, no siembran ninguna planta con sus manos y no labran la tierra; pero allí todas las cosas crecen sin ser sembradas ni cultivadas: la lluvia de Zeus hace crecer para ellos la cebada, el trigo, y las vides que, cargadas de uvas, dan un vino delicioso. No tienen ni asambleas, ni para celebrar el consejo, ni para administrar la justicia; sino que viven en las cimas de las montañas, en grutas profundas; cada uno de ellos gobierna a sus hijos y a su esposa, y no se preocupan los unos por los otros.

"Frente al puerto, ni demasiado cerca, ni demasiado lejos del país de los Cíclopes, hay una isla de escasa extensión, y cubierta de bosques; allí nacen en gran número cabras monteses, porque los pasos de los hombres nunca las ponen en fuga. Esa isla no es visitada por los cazadores, que soportan tantas fatigas en los bosques recorriendo las cumbres de las montañas; no está habitada por pastores ni labradores, sino que está desprovista, de hombres, sigue siempre sin siembra ni cultivo, y solamente alimenta a las baladoras cabras. Porque entre los Cíclopes no hay naves de proa de bermellón, con las cuales se realizan toda clase de empresas y se visitan las ciudades de los pueblos; tales son los numerosos proyectos que realizan los hombres al cruzar los mares. Así, los Cíclopes habrían podido cultivar esa isla y hacerla habitable: ella no es estéril, y produciría frutos en cualquier estación. Allí, en la orilla del mar espumoso, se extienden prados húmedos y tupidos; las vides serían allí sobre todo de larga duración. Es fácil de labrar; en ella se recogería en la estación correspondiente una abundante cosecha, porque el suelo es graso y fértil. Esta isla posee todavía un puerto cómodo, donde nunca hay necesidad de cordaje, donde no se echa el ancla, donde ningún vínculo amarra las naves; cuando abordan a esos lugares, permanecen en ellos hasta que los navegantes desean partir y empiezan a soplar los vientos. En el extremo de ese puerto corre un agua límpida, el manantial se halla bajo una gruta; en derredor se elevan unos chopos. Fue allí adonde arribamos, y un dios nos condujo durante la noche oscura: ningún objeto hería entonces nuestra vista; una espesa niebla envolvía a nuestras naves, y la luna no brillaba en el cielo; estaba oculta por las nubes. Ninguno de nosotros había descubierto aquella isla; ni siquiera advertimos las enormes olas que iban a estrellarse a la orilla, antes de que con nuestras naves hubiéramos llegado a ella. Tan pronto como llegamos, plega-mos las velas, luego bajamos a tierra, y nos dormimos en espera de que volviera a brillar la aurora.

"Al día siguiente, a los primeros rayos del día, recorremos esa isla, y quedamos llenos de admiración. Entonces las ninfas, hijas del poderoso Zeus, nos envían las cabras de las montañas para la comida de nuestros compañeros. Luego traemos de las naves los arcos curvos, las largas jabalinas, y divididos en tres grupos, arrojamos nuestros dardos; de pronto un dios nos concede una caza abundante. Doce naves me habían seguido; cada una de ellas obtuvo nueve cabras en la distribución. Mis compañeros escogieron diez para mí solo. Durante todo el día, hasta que el sol se puso, saboreamos los manjares abundantes y el delicioso vino. El vino de nuestras naves no se había agotado, sino que aún nos quedaba una buena cantidad; porque habíamos puesto mucho de nuestras jarras cuando saqueamos la ciudad de los ciconios. Entre tanto, descubrimos a poca distancia el humo que se elevaba en el país de los Cíclopes, y oímos sus voces mezcladas a los balidos de las cabras y de las ovejas. Cuando el sol hubo terminado su carrera, y llegaron las tinieblas de la noche, nos acostamos a la orilla del mar. Cuando volvió a brillar la aurora, yo reuní a todos los míos y les dije:

"—Quedaos en estos lugares, ¡oh mis compañeros fieles!; yo, entre tanto, con aquellos que suban a mi nave, iré a informarme acerca de quiénes son esos hombres; si son crueles, salvajes, sin justicia, o si son hospitalarios, y si su alma respeta a los dioses.

"Dichas estas palabras, yo subo a la nave, ordeno a mis compañeros que me sigan y desaten los cordajes. En seguida suben a la nave, se colocan en los bancos, y todos, también ordenadamente, golpean con sus remos el mar espumoso. Cuando arribamos al país del cual nos encontrábamos tan cerca, vimos en el extremo del puerto, cerca del mar, una gruta elevada, sombreada de laureles: allí reposaban numerosos rebaños de cabras y ovejas; el patio estaba cerrado por un muro de peñascos hundidos en la tierra, por grandes pinos y encinas de alta cabellera. Allí era donde moraba un hombre enorme, el cual, él solo, hacía pacer sus rebaños a lo lejos; no frecuentaba a los otros Cíclopes, sino que, siempre apartado de ellos, no conocía más que la violencia. Era un monstruo horrible, no parecido al hombre que se alimenta de trigo, sino a la cima boscosa de las altas montañas, parecía superar a todos los demás.

"Digo a mis compañeros que se queden a bordo para guardar la nave; solamente, al escoger a doce de los más valientes, me alejé; sin embargo, cogí un odre de piel de cabra lleno de un vino delicioso, que me dio Marón, hijo de Evanteo, sacerdote de Apolo, que vivía en la ciudad de Ismaro, porque, llenos de respeto, le protegimos, a él, a su mujer y a sus hijos. Habitaba el bosque sagrado del radiante Apolo. Me colmó de presentes magníficos; me dio siete talentos de un oro escogido, luego una copa toda de plata, y luego llenó doce jarras de un vino delicioso y puro, brebaje divino. Nadie en la casa, ni sus esclavos, ni sus servidores conocían este vino, solamente él, su mujer y la intendente del palacio. Cuando bebía de aquel licor delicioso y colorado, llenando sólo una copa, la vertía sobre veinte medidas de agua; de la crátera se exhalaba entonces un perfume suave y divino; nadie podía resistir a ese encanto. Yo me llevé, pues, este ordre lleno, y en un saco de cuero metí mis provisiones; porque ya pensaba en el fondo de mi corazón que encontraría un hombre de inmensa fuerza, un hombre cruel, que no conocía ni la justicia ni las leyes.

"Pronto llegamos a su antro; no le encontramos allí, había llevado sus pingües rebaños a los lugares de pasto. Entonces, penetrando en la caverna, admiramos cada cosa: las cestas de junco estaban repletas de quesos, los cabritos y los corderos llenaban el redil, pero estaban separados en distintos recintos; primero aquellos que nacieron primeramente, después los menos grandes, finalmente aquellos que acababan de nacer; todas las vasijas, aquellos que contenían el suero de la leche, los tarros y los cuencas en los que el Cíclope ordeñaba sus rebaños, estaban puestas en orden. Mis compañeros me rogaban que cogiera algunos quesos y volviera a la nave; me exhortaban a que nos llevásemos prestamente cabras, ovejas y las condujésemos a la nave y cruzásemos la onda amarga; pero yo no me dejé persuadir (sin embargo, era la decisión más prudente), porque quería ver al Cíclope, y saber si me concedería los dones de la hospitalidad; pero su presencia no había de resultar afortunada para mis compañeros.

"Habiendo encendido el fuego, hacemos los sacrificios, después, habiendo tomado algunos quesos, los comemos; y permaneciendo sentados en el interior de la caverna, aguardamos el momento en que el Cíclope regresó del campo. Llevaba un enorme haz de leña seca para preparar su comida. Lo arroja fuera de la caverna, y su caída produjo un gran ruido; asustados, huimos hasta el fondo del antro. Entonces hace entrar en esta espaciosa gruta sus rebaños, todos aquellos, por lo menos, que él quería ordeñar, y deja los machos junto a la entrada, los machos cabríos y los carneros permanecen fuera del espacioso patio. Luego, para cerrar su morada levanta una enorme roca: veintidós fuertes carros de cuatro ruedas no habrían podido arrancarla del suelo, tan grande era aquella piedra que él coloca a la entrada del patio. Habiéndose sentado, ordeña con el mayor cuidado sus ovejas, sus cabras baladoras, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. Luego, dejando coagular la mitad de aquella leche, la deposita en unas cestas trenzadas con esmero, y pone la otra mitad en unas vasijas para cal-mar la sed y para que constituya su cena. Después de poner fin apresuradamente a todos estos preparativos, enciende el fuego, advierte nuestra pre-sencia y nos dice:

"—Extranjeros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís a través de las llanuras húmedas? ¿Es por vuestro negocio o acaso sin intención alguna vais errantes como los piratas que recorren los mares exponiendo su vida y llevando la asolación a los extranjeros?

"Dice, y nosotros sentimos rompérsenos el corazón, nos estremecemos al oír esa voz formidable y ante la vista de aquel horrible coloso. Yo, sin embargo, le respondo las siguientes palabras:

"—Somos unos griegos que, desde que partimos de Ilion, arrastrados por los vientos contrarios, hemos recorrido la vasta extensión del mar, y aunque deseosos de volver a nuestra patria, llegamos aquí, desviados de nuestra ruta, y siguiendo otros senderos; así lo ha querido Zeus. Nosotros nos jactamos de ser los soldados de Agamenón, hijo de Atreo, cuya gloria es hoy inmensa bajo la bóveda de los cielos, tan grande es la ciudad que ha derribado y numerosos los pueblos que ha vencido; nosotros, entre tanto, venimos a abrazar tus rodillas, para que nos concedas el don de la hospitalidad, por lo menos que nos concedas algunas subsistencias, como es justo ofrecer a los extranjeros. Poderoso héroe, respeta a los dioses; nosotros somos tus suplicantes. Zeus hospitalario es el vengador de los suplicantes y de los huéspedes; acompaña a los extranjeros que son dignos de respeto.

"Tales fueron mis palabras; pero él, sin piedad, me responde inmediatamente:

"—Extranjero, tú pierdes la razón, o acaso vienes de lejos, tú que me ordenas temer y respetar a los dioses. Los Cíclopes no se preocupan de Zeus ni de los inmortales; somos más poderosos que los dioses bienaventurados. Para evitar la ira de Zeus no pienso perdonar ni a ti ni a tus compa-ñeros, si tal no es mi deseo. Pero dime ahora dónde dejas tu nave; enséñame si está en el extremo de la isla o cerca de aquí, para que yo lo sepa.

"Así hablaba, para probarme; pero yo no olvidé mis numerosos ardides, y le respondí a mi vez con estas palabras engañosas:

"—El poderoso Posidón ha roto mi nave, arrojándola contra un peñasco en el momento en que yo iba a tocar el promontorio que se eleva sobre los hordes de tu isla, y el viento, sobre las olas, ha dispersado los restos; sola-mente yo con mis compañeros hemos podido evitar el perecer.

"Así hablaba yo; el cruel no responde nada a estas razones, pero, adelantándose, lleva sus manos hacia mis compañeros, coge dos de ellos y los "plasta contra una piedra como jóvenes cervatillos; sus sesos corren por el suelo, inundándolo. Entonces, rompiendo los miembros palpitantes, prepara su comida, y come, semejante al león de las montañas, sin dejar vestigios ni de la carne, ni de las entrañas, ni de los huesos llenos de tuétano. A la vista de estas horribles maldades, elevamos llorando las manos hacia Zeus, y la desesperación se apodera de nuestra alma. Cuando el Cíclope ha llenado su vasto cuerpo, devorando la carne humana, bebe una leche pura, y se acuesta en la caverna, tendido en medio de sus rebaños. Yo, sin embargo, quería en mi corazón magnánimo, acercándome a ese monstruo, y sacando la espada que llevaba a mi lado, herirle en el pecho, en el lugar en que los músculos sostienen el hígado, y abatirlo con mi propia mano; pero otro pensamiento me contuvo. Moriríamos allí dentro de muerte horrible; porque con nuestros brazos no podíamos levantar la enorme piedra que él había lanzado delante de la puerta. Aguardamos, pues, suspirando, el regreso de la divina Aurora.

“Al día siguiente, a los primeros rayos del día, el Cíclope enciende el fuego, ordeña sus soberbios rebaños, lo dispone todo con orden, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. Después de terminar apresuradamente estos preparativos, cogiendo de nuevo a dos de mis compañeros, hace con ellos su comida. Terminada esta comida, el monstruo hace salir del antro sus pingües ovejas, levantando sin esfuerzo la puerta inmensa; luego vuelve a colocarla en su sitio, como habría colocado la tapa de un carcaj. Entonces el Cíclope, al son de un prolongado silbido, conduce sus gordas ovejas a la montaña. Yo, entretanto me había quedado meditando terribles proyectos, para vengarme, si Atenea quería concederme tal gloria. He aquí el partido que en mi alma se me antojó el mejor. El Cíclope, en el fondo del establo había colocado la enorme rama de un verde olivo, que había cortado para servirse de ella cuando estuviera seca; nosotros la comparábamos al mástil de una grande y pesada nave de veinte remos que un día ha de surcar las vastas ondas; tales nos parecieron su anchura y su altura. Corto unos tres codos, luego doy esta rama a mis compañeros, ordenándoles que reduzcan su grosor; ellos la trabajan y la vuelven muy unida; yo aguzo en seguida la punta, y para endurecerla la paso por la chispeante llama. Entonces la deposito con cuidado y la escondo bajo un gran montón de estiércol que había en el aprisco. A continuación ordeno a mis compañeros que elijan echando suertes a aquellos de entre ellos que hayan de atreverse conmigo a hundir esta estaca en el ojo del Cíclope cuando se disponga a disfrutar del dulce sueño. Los cuatro designados por la suerte, habría querido escogerlos yo mismo; yo hacía el número quinto con ellos. Al atardecer, regresa condu-ciendo sus ovejas de blando vellocino; empuja hacia el interior sus pingües rebaños; entran todos, y el Cíclope no deja a ninguno fuera del patio, ya sea que él mismo hubiera concebido tal proyecto, ya sea que un dios lo hubiera querido así. Luego, levantándola, vuelve a colocar la puerta inmensa, y habiéndose sentado, ordeña sus ovejas, sus cabras baladoras, lo dispone todo con orden, y a continuación devuelve los corderos a sus madres. Después de haber terminado apresuradamente estos preparativos, cogiendo de nuevo a dos de mis compañeros, hace de ellos su comida. En este momento yo me le acerco, teniendo en mis manos una escudilla de hiedra llena de un vino delicioso, y le digo:

"—Cíclope, toma, bebe de este vino, después de comer carne humana; para que sepas cuál es la bebida que yo tenía escondida en mi nave, te la traigo como una libación, en la esperanza de que, apiadándote de mí, me permitirás que regrese a mi patria; tu furor no tiene medida, ¡insensato! ¿Quién, en lo sucesivo, querrá venir a estos lugares? Estás obrando contra toda justicia.

"Así hablaba yo, y él coge la copa y bebe; experimenta un intenso placer al saborear tan dulce brebaje, y me pide que le dé otra vez:

"—Dame más, y ahora, dime en seguida cómo te llamas, para que yo te dé un presente de hospitalidad que pueda alegrarte. La tierra fecunda les produce a los Cíclopes la vid y sus bellos racimos que para ellos hace crecer la lluvia de Zeus; pero esta bebida es una emanación del néctar y de la am-brosía.

"Dijo, y en seguida yo le doy otra vez del licor resplandeciente; tres veces se lo doy al Cíclope y tres veces bebe él sin medida. Y tan pronto como el vino se ha adueñado de su espíritu, yo le digo estas dulces palabras:

"—Cíclope, tú me preguntas mi nombre: voy a decírtelo; pero tú, concédeme el presente de la hospitalidad, tal como me habías prometido. Mi nombre es Nadie; Nadie es como me llaman mi padre, mi madre y todos mis compañeros.

"Tales fueron mis palabras, pero él me responde con la misma ferocidad:

"—Nadie, yo te comeré a ti el último, después de tus compañeros; los otros perecerán antes que tú; tal será para ti el presente de hospitalidad.

"Así hablando, el Cíclope cae tendido de espaldas; su enorme cuerpo queda inclinado sobre sus hombros; y el sueño, que doma todo lo que respira, se apodera de él; de su boca se escapan el vino y los jirones de carne humana, los arroja en su pesada embriaguez. Entonces introduzco la estaca bajo una abundante ceniza, para que se ponga ardiente; y con mis palabras animo a mis compañeros, para que, asustados, no me abandonen. Tan pronto como la rama de olivo se ha calentado lo suficiente, según yo calculo, y aunque verde, cuando brilla ya con una intensa llama, la retiro del fuego, y mis compañeros permanecen a mi alrededor; sin duda un dios me inspiró esta audacia. Ellos, entre tanto, cogiendo aquella rama de olivo afilada, la hunden en el ojo del Cíclope; y yo, apoyándome encima, la hacía girar. Así, cuando un hombre agujerea con un taladro la tabla de una nave, debajo de él, otros obreros, tirando una correa por los dos lados, precipitan el movimiento, y el instrumento gira sin cesar; de la misma manera nosotros hacemos girar la ardiente rama en el ojo del Cíclope, y la sangre corre alrededor de esta estaca. Un ardiente vapor devora las' pestañas y los párpados, la pupila está completamente consumida; sus raíces chillan, desgarradas por la llama. Al igual que un herrero, templando el hierro, ya que en ello reside su fuerza, sumerge en el agua helada una fuerte hacha, o bien una doladera, se estremece con gran ruido; de la misma manera silba su ojo atravesado por In rama de olivo. El Cíclope profiere entonces espantosos alaridos; todo el peñasco resuena; nosotros huimos temblando de miedo. Arranca de su ojo aquel madero que gotea sangre; en seguida, con la mano lo arroja lejos de sí. Entre tanta, llama a grandes gritas a las otros Cíclopes, que habitan en grutas en las cumbres expuestas al viento. Ellos, al oír estos gritos, acuden de todas partes, y colocándose junto a la entrada de la gruta, le preguntan qué es la que le aflige:

"—¿Por qué, Polifemo, profieres tan tristes clamores durante la noche y nos arrancas del sueño? ¿Alguien, entre las mortales, te habrá robado tus rebaños? ¿Alguien te habrá dominado por la astucia o par la violencia?

"Polifemo, desde el fondo de su antro, responde con estas palabras:

"—Amigos míos, Nadie me ha dominado por la astucia y no por la fuerza.

"Las Cíclopes se apresuran a contestarle:

"—Puesto que nadie te ultraja en tu soledad, no es posible apartar los males que te envía el gran Zeus; pero puedes dirigir tus votos a tu padre, el poderoso Posidón.

"Al oír estas palabras, todos los Cíclopes se alejan; yo, sin embargo, me reía en el fondo de mi corazón viendo como ellos eran engañados por este nombre y por mi prudencia irreprochable. Entonces el Cíclope, suspirando, y padeciendo vivos dolores, tantea con las manas, y agarra la piedra que cerraba la entrada; luego, sentándose delante de la puerta, extiende sus manos, con objeto de asir a cualquiera que quisiera escapar, confundiéndose con los rebaños; así es como esperaba en su alma que yo fuese un insensato. Sin embargo, yo pensaba encontrar cuál sería el medio mejor de arrancar a mis compañeros a la muerte y de evitarla yo misma; imaginaba mil ardides, mil estratagemas, porque nuestra vida dependía de ello; un gran peligro nos amenazaba. He aquí, en mi pensamiento, el partido que me pareció prefe-rible. Allí había unos gordos carneros, de espeso vellocino, grandes, hermosos y cubiertos de una lana negra; yo los ato con los flexibles mimbres sobre los cuales dormía el Cíclope, monstruo terrible, hábil en crueldades, y ato juntos a tres de aquellos carneros; el del medio llevaba un hombre, y a cada lado se encontraban los otros dos, que protegían la fuga de mis compañeros. Así tres carneros están destinados a transportar un hombre; en cuanto a mí, como quedara el carnero más hermoso de todos aquellos rebaños, lo agarré por el lomo, y deslizándome bajo su vientre, me cojo de su lana; con las dos manos agarraba aquel espeso vellocino, y con corazón inquebrantable me quedé en él suspendido. Así fue como suspirando aguardábamos el regresa de la divina Aurora.

"Tan pronto coma la Aurora hubo brillado en el cielo, los carneros salen para dirigirse a las pastos, y las ovejas, que el Cíclope no había podido ordeñar, balaban en el interior de la gruta, porque sus ubres estaban repletas de leche. El rey de aquel antro, atormentado por intensos dolores, posa la mano por el lomo de las carneros que se elevaban por encima de las otros; pero el insensato no sospechaba que bajo su tupido vientre estaban atados mis compañeros. Finalmente, el último de todos, el carnero más hermoso del rebaño, franquea la puerta cargada a la vez con su espeso vellocino y conmigo, que concebí un proyecto lleno de prudencia. Entonces el terrible Po-lifemo, acariciándole con la mano, le habla en estas términos:

"—Querida carnero, ¿por qué eres tú el último en salir de la gruta?

Nunca te quedabas detrás de las ovejas; tú eras el primero en pacer las tiernas flores del prado, caminando a grandes pasos, y eras el primero en llegar a las corrientes del río, y tú, el primero también en apresurarte a volver al establo cuando anochecía; sin embargo, he aquí que tú eres hoy el último de todos. ¿Acaso estás triste porque echas de menos el ojo de tu amo? Un vil mortal, ayudado par sus odiosos compañeros, me ha privado de la vista, después de haber domado mis sentidos por la fuerza del vino, Nadie, el cual, así la espero, no evitará la muerte por mucho tiempo. Puesto que tú compartes mis penas, lástima que no estés dotado de palabra, para decirme dónde se oculta ese hombre, huyendo de mi furor; al instante, roto su cráneo contra el suelo, sus sesos serían esparcidos por todas partes en esta caverna; por lo menos entonces mi corazón sentiría un poca de alivio de todos los males que ese miserable Nadie me ha causado.

"Terminado de decir estas palabras, empuja al carnero lejos de la puerta. Cuando nos encontramos a alguna distancia de la gruta y del patio, yo me desato primero de debajo del carnero y a continuación voy a desatar a mis compañeros. Luego escogemos las ovejas más pingües, y las empujamos delante de nosotros hasta que hemos llegado cerca de nuestra nave. Finalmente, ya tranquilao, comparecemos ante nuestros amigos, acabando de eludir la muerte; pero ellos echan de menos a los otros, gimiendo. Sin embargo, yo no les permito que lloren; entonces, haciendo can el ojo una seña a cada uno de ellos, mando conducir rápidamente aquellos soberbios rebaños a la nave, y surcar las amargas ondas. Se embarcan en seguida y van a colocarse en las bancos; luego, sentadas en orden, golpean can sus remos el mar espumoso. Cuando nos hemos alejada una distancia equivalente al alcance de la voz, dirijo al Cíclope estas palabras ofensivas:

"—jOh Cíclope!, no, tú no debías, en el fondo de tu gruta oscura, abusar de mis fuerzas para comerte a los compañeros de un hombre indefenso; tus odiosas maldades habían de ser castigadas, miserable, porque no has temido devorar a unos huéspedes en tu morada; he ahí por qué Zeus y todos las otros dioses te han castigado.

"Es así como yo hablaba; el Cíclope entonces, en el fondo de su corazón, siente redoblar su rabia. Lanza una enorme piedra que arranca de la montaña, la cual va a parar más allá de donde se encuentra la nave de azulada proa; poco faltó para que rozase los bordes del timón; la mar queda trastornada por la caída de esta piedra; conmovida la ola, refluyendo con violencia, rechaza mi nave hacia la tierra, y levantada por las ondas, está a punto de tocar la orilla. Entonces, cogiendo con mis dos manos un fuerte remo, me alejo de la borda; luego, exhortando a mis compañeros, les ordeno, con una señal con la cabeza, que se encorven sobre los remos para evitar la desgracia; ellos entonces, agachándose, reman con esfuerzo. Cuando estuvimos en el mar a una doble distancia lejos, quise dirigirme al Cíclope; pero alrededor de mí mis compañeros tratan a porfía de disuadirme de ello con palabras persuasivas.

"—¡Desdichado! -me dicen- ¿Por qué quieres irritar aún más a ese hombre cruel? Es él quien, lanzando esa masa de roca en el mar ha rechazado nuestra nave hacia la orilla, donde hemos creído morir. Sin duda, si oye de nuevo tu voz y tus amenazas, va a destrozar a la vez nuestras cabezas y las tablas de la nave bajo el peso de una enorme roca; tanta es la fuerza con que es capaz de arrojarla.

"Así hablan mis compañeros; pero ellos no consiguen persuadir mi cora-zón magnánimo. Entonces, en mi ardor, vuelvo a gritar:

"—Cíclope, si alguno entre los mortales te interroga sobre la pérdida funesta de tu ojo, dile que te fue arrebatado por el hijo de Laertes, Ulises, el destructor de ciudades, que posee una casa en Itaca.

"Así hablaba yo; y él, gimiendo, respondió entonces con estas palabras:

"—¡Grandes dioses! He ahí, pues, cumplido aquel oráculo que en otro tiempo me fue revelado. Antaño, en esta isla había un adivino, hombre fuerte y poderoso, Telemo, hijo de Eurimo, que superaba a todos en la adi-vinación y que envejeció en medio de los Cíclopes prediciéndoles el futuro; me anunció todo lo que había de realizarse más tarde, y me dijo que yo perdería la vista en manos de Ulises. Así, yo esperaba siempre ver llegar a mi morada un héroe alto, soberbio y revestido de fuerza; sin embargo, hoy es un hombre pequeño, débil y miserable el que me arranca el ojo, después de dominarme con el vino. Vuelve, pues, Ulises, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad, para que suplique a Posidón que te conceda un feliz retorno; yo soy su hijo, él se jacta de ser mi padre; él solo, si tal es su deseo, me curará, sin el auxilio de nadie más, ni de los dioses bienaventura-dos, ni de los hombres mortales.

"Dijo, y yo le respondí con estas palabras:

"—¡Pluguiera a los dioses que yo hubiera podido, al privarte del alma y de la vida, enviarte al rey de Hades, como es seguro que Posidón no curará tu ojo!

"Tal fue mi respuesta; él, sin embargo, imploraba a Posidón, elevando las manos hacia el cielo estrellado.

"—Escúchame, Posidón de azulada cabellera, tú que sostienes la tierra; si realmente soy hijo tuyo, y si tú te enorgulleces de ser mi padre, concédeme que el hijo de Laertes no vuelva a su casa, Ulises, el destructor de ciudades, que posee una casa en Itaca. Si, no obstante, es su destino volver a ver a sus amigos, regresar a su opulento palacio, a las tierras de su patria, que llegue tarde, después de grandes males; que habiendo perdido a todos sus compañeros, llegue a bordo de una nave extranjera, y que encuentre la ruina en su casa.

"Así suplicaba, y Posidón le escuchó. Entonces de nuevo el Cíclope, cogiendo una roca mayor que la primera, la arroja, haciéndola girar en el aire, para darle toda su fuerza. Esta masa cae detrás de la nave de azulada proa; poco faltó para que diera contra la punta del timón. Él fue sacudido con esta caída; las olas impulsan la nave hacia delante, y está a punto de tocar la orilla. Cuando hubimos llegado a la isla en la cual había dejado mis otras naves, encontramos a nuestros compañeros sentados junto a ellos, gimiendo, sin dejar de esperar nuestra llegada; habiendo llegado a dicho lugar, empujamos la nave hacia la arena, y descendimos a la playa. Entonces nos apresuramos a sacar de la nave los rebaños del Cíclope, y los repartimos. Nadie se alejó de mí sin haber recibido una parte igual a los demás. Mis valientes compañeros, cuando hubimos repartido los rebaños, me dieron un carnero reservado para mí solo. Yo lo sacrifico en seguida al hijo de Cronos, Zeus, el de las sombrías nubes, que reina sobre todos los dioses, y quemé los muslos. Él no aceptó mi ofrenda, sino que deliberó el modo de destruir mis fuertes naves y mis amados compañeros. Durante todo el día, hasta la puesta del sol, saboreamos los manjares abundantes y el vino delicioso. Cuando el sol se ha puesto, cuando vienen las tinieblas, nos dormimos a la orilla del mar. Al día siguiente, tan pronto como brilla la Aurora, la hija de la mañana, yo despierto a mis compañeros y les ordeno que suban a bordo y desaten los cordajes. Ellos se apresuran a embarcar, se colocan en los bancos, y todos sentados en orden golpean con sus remos el espumoso mar.

Así nos alejamos de aquellas playas, contentos de haber escapado a la muerte, pero con el corazón apesadumbrado por haber perdido a nuestros queridos compañeros.

Medusa (Mito de Perseo)

Medusa


Medusa, de Caravaggio (Florencia, Uffizi).
En la mitología griega, Medusa (en griego antiguo Μέδουσα Médousa, ‘guardiana’, ‘protectora’) era un monstruo ctónico femenino, que convertía en piedra a aquellos que la miraban fijamente a los ojos. Fue decapitada por Perseo, quien después usó su cabeza como arma hasta que se la dio a la diosa Atenea para que la pusiera en su escudo, la égida. Desde la antigüedad clásica, la imagen de la cabeza de Medusa aparece representada en el artilugio que aleja el mal conocido como Gorgoneion.

En la mitología clásica

Las tres hermanas gorgonas —Medusa, Esteno y Euríale— eran hijas de Forcis y Ceto, o a veces de Tifón y Equidna, en ambos casos monstruos ctónicos del mundo arcaico. Esta genealogía la comparten sus otras hermanas, las Greas, como en el Prometeo liberado de Esquilo, quien ubica ambas trinidades muy lejos, en la «espantosa llanura de Cistene»:
No lejos, las alígeras hermanas
Con serpientes por cabellos; las gorgonas
Enemigas del hombre
Perseo con la cabeza de Medusa, por Benvenuto Cellini, instalada en 1554.
Aunque los pintores de vasijas y talladores de relieves griegos antiguos imaginaban a Medusa y sus hermanas como seres nacidos con forma monstruosa, los escultores y pintores del siglo V empezaron a imaginarla como hermosa a la par que terrorífica. En una oda escrita en el 490 a. C. por Píndaro ya se habla de la «Medusa de bellas mejillas». En una versión posterior del mito, narrada por el poeta romano Ovidio, Medusa era originalmente una hermosa doncella, «la celosa aspiración de muchos pretendientes» y sacerdotisa del templo de Atenea, pero cuando fue violada por el «Señor del Mar» Poseidón en él, la enfurecida diosa transformó su hermoso cabello en serpientes. Atenea esperaba esas actitudes de un dios como Poseidón, convirtiendo a la víctima automáticamente en el criminal. Para Medusa, ser violada representaba un crimen, debido a que una sacerdotisa de Atenea debía mantenerse célibe como requisito para servir a la diosa.
En la mayoría de las versiones de la historia, Medusa estaba embarazada de Poseidón cuando fue decapitada mientras dormía por el héroe Perseo, que había sido enviado a buscar su cabeza por el rey Polidectes de Sérifos. Con la ayuda de Atenea y Hermes, que le dio las sandalias aladas, el casco de invisibilidad de Hades, una espada y un escudo espejado, y después de ir donde estaban las Grayas para que le dijeran donde se encontraba la cueva de las gorgonas, Perseo cumplió su misión. El héroe mató a Medusa acercándose a ella sin mirarla directamente sino observando el reflejo de la gorgona en el escudo para evitar quedar petrificado. Su mano iba siendo guiada por Atenea y así cortó su cabeza. Del cuello brotó su descendencia: el caballo alado Pegaso y el gigante Crisaor.
Jane Ellen Harrison argumenta que «su potencia sólo comienza cuando su cabeza es cortada, y aquella potencia reside en la cabeza; ella es en una palabra una máscara con un cuerpo más tarde añadido... la base del Gorgoneion es un objeto de culto, una máscara ritual incomprendida». En la Odisea, Homero no menciona específicamente a la gorgona Medusa:
el pálido terror se apoderó de mí, temiendo que la ilustre Perséfone me enviase del Hades la cabeza del horrendo monstruo grisáceo
Lo que Harrison traduce como «la gorgona fue creada del terror, no el terror de la gorgona.»
Según Ovidio, Perseo pasó por el noroeste de África junto al Titán Atlas, que estaba allí sujetando el cielo, y lo transformó en piedra. De forma parecida, se decía que los corales del Mar Rojo se habían formado de la sangre de Medusa que salpicó las algas cuando Perseo dejó la cabeza petrificadora junto a la playa durante su breve estancia en Etiopía, donde salvó y se casó con la hermosa princesa Andrómeda. Incluso se decía que las víboras venenosas del Sáhara habían brotado de las gotas caídas de su sangre.
Perseo voló entonces a la isla de su madre, donde ésta estaba a punto de ser casada por la fuerza con el rey. Gritó «Madre, protege tus ojos», y todos menos ella fueron convertidos en piedra por la vista de la cabeza de la Medusa.
Entonces le dio la cabeza a Atenea, quien la colocó en su escudo, la égida. Según algunas fuentes, la diosa le dio la sangre mágica de Medusa al médico Asclepio, pues la que manaba del lado izquierdo del cuello era un veneno mortal, y la del lado derecho tenía el poder de resucitar a los muertos.
Aunque algunas referencias clásicas aluden a las tres gorgonas, Harrison considera que la multiplicación de Medusa en un trío de hermanas era un rasgo secundario del mito:
La forma triple no es primitiva, sino simplemente un ejemplo de una tendencia general... que hace de cada diosa una trinidad, lo que nos ha dado a las Horas, las Cárites, las Erinias y una multitud de tríos más. Es inmediatamente obvio que las gorgonas no eran realmente tres sino una más dos. Las dos hermanas supervivientes son meros apéndices debidos a la costumbre: la auténtica gorgona es Medusa.
Según cuenta Pausanias, el mito de Medusa es una versión novelada de la historia de una reina quien, tras la muerte de su padre, habría recogido ella misma el cetro, gobernando a sus súbditos cerca del lago Tritonide, en Libia. Habría muerto de noche durante una campaña contra Perseo, un príncipe del Peloponeso.

Gorgona (Mitología griega)

Gorgona

La gorgona, flanqueada por leonas y mostrando su cinturón de serpientes, tal como aparece en el pedimento del templo del siglo VII a. C. expuesto en el Museo Arqueológico de Corfú.
En la mitología griega, una gorgona (en griego antiguo γοργώ gorgō o γοργών gorgōn, ‘terrible’) era un despiadado monstruo femenino a la vez que una deidad protectora procedente de los conceptos religiosos más antiguos. Su poder era tan grande que cualquiera que intentase mirarla quedaba petrificado, por lo que su imagen se ubicaba en todo tipo de lugares, desde templos a cráteras de vino, para propiciar su protección. La gorgona llevaba un cinturón de serpientes, entrelazadas como una hebilla y confrontadas entre sí.
En mitos posteriores se decía que había tres gorgonas, Medusa, Esteno y Euríale, y que la única mortal de ellas, Medusa, tenía serpientes venenosas en lugar de cabellos como castigo por parte de la diosa Atenea. Esta imagen se hizo particularmente famosa, si bien la gorgona aparece en los registros escritos más antiguos de las creencias religiosas de la Antigua Grecia, como en las obras de Homero.
La gorgona ocupaba el lugar principal del frontón de un templo en Corfú. Se trata del pedimento de piedra más antiguo de Grecia, estando fechado c. 600 a. C.

Tradición clásica

Gorgona en el asa espiral de la crátera de Vix, c. 500 a. C., un artículo comercial o de regalo excavado de la tumba de una mujer en Francia en 1953 por Pierre Jouffroi.
Las gorgonas son a veces representadas con alas de oro, garras de bronce y colmillos de jabalí, pero sus atributos más comunes son los dientes y la piel de serpientes. Se decía que los oráculos más antiguos eran protegidos por las serpientes y las imágenes de gorgonas se asociaban a menudo con estos templos. Las leonas y las esfinges también se asociaban frecuentemente a las gorgonas. Su poderosa imagen fue adoptada por las imágenes y mitos clásicos de Zeus y Atenea, quizá como continuación de una iconografía más antigua.
Homero, autor de las fuentes más antiguas, habla solo de una gorgona, cuya cabeza está representada en la Ilíada como sujeta a la égida de Zeus:
Suspendió de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: ... allí la cabeza de la Medusa, monstruo cruel y horripilante, portento de Zeus que lleva la égida.
Su equivalente en la Tierra es un artilugio del escudo de Agamenón:
...y lo coronaba la Medusa, de ojos horrendos y torva vista, con el Terror y el Fobo a los lados.
Aunque la datación de los poemas homéricos siempre ha sido controvertida, se acepta que «la Ilíada y la Odisea datan de finales del siglo IX o principios del VIII c. C., siendo la primera anterior a la segunda, quizá por varias décadas.» Se presume que existieron como una tradición oral que terminó siendo recogida en registros históricos. Incluso en esa época tan temprana la gorgona aparece como un vestigio de los poderes antiguos que precedieron a la transición histórica a las creencias de los griegos clásicos, mostrada en el cofre de Atenea y Zeus.
En la Odisea, la gorgona es un monstruo del inframundo:
...el pálido terror se apoderó de mí, temiendo que la ilustre Perséfone no me enviase del Hades la cabeza de Gorgona, horrendo monstruo.
Sobre el 700 a. C., Hesíodo (Teogonía, El escudo de Heracles) incrementa el número de gorgonas a tres —Esteno (‘poderosa’), Euríale (‘que surge lejos’) y Medusa (‘reina’)— y las hace hijas de las deidades marinas Forcis y Ceto. Su hogar quedaba en el lado más lejano del océano occidental, según autores posteriores, Libia.
La tradición ática, recogida por Eurípides (Ion), consideraba a la gorgona un monstruo, producida por Gea para ayudar a sus hijos, los Titanes, contra los dioses olímpicos. Murió a manos de Atenea, quien llevó su piel desde entonces (de las tres gorgonas, sólo Medusa era mortal).
Esquilo (c. 525–456 a. C.) dice que las tres gorgonas sólo tenían un diente y un ojo entre ellas, de forma que tenían que compartirlos, pero sin embargo no se las representa así, quizá para evitar confundirlas con las Greas.
Apolodoro (c. 180–120 a. C.) proporciona un buen resumen del mito de la gorgona. Historias muy posteriores afirman que cada una de las tres hermanas tenían serpientes en lugar de cabellos, y que tenían el poder de transformar a quien las mirase en piedra.
Según el poeta romano Ovidio (Las metamorfosis), sólo Medusa tenía serpientes en el pelo, debido a la maldición de Atenea. Excitado por el color dorado de los cabellos de Medusa, Poseidón la violó en el templo de la diosa, quien enfurecida por la profanación transformó su cabellera en serpientes.
Pausanias, el geógrafo del siglo II, da los detalles de dónde y cómo estaban representadas las gorgonas en la arquitectura y el arte griegos.

Perseo y Medusa

Estatua de una gorgona (Museo Arqueológico de Parikia, Paros).
En mitos posteriores, Medusa era la única mortal de las tres gorgonas, y Perseo pudo matarla cortándole la cabeza. De la sangre que brotó del cuello surgieron Crisaor y Pegaso, sus dos hijos con Poseidón. Otras fuentes afirman que cada gota de sangre se transformó en una serpiente. Perseo le dio la cabeza, que tenía el poder de petrificar a quienes la veían, a Atenea, quien la puso en su escudo. Según otra versión, Perseo la enterró en el mercado de Argos.
Según una tradición, Perseo o Atena usaron la cabeza de Medusa para petrificar a Atlas, transformándole en los montes Atlas, que sujetaban el cielo y la tierra. También la usó contra el rey Polidectes, quien le había enviado originalmente a matar a Medusa con la esperanza de librarse de él y casarse con su madre, Dánae. Perseo volvió y usó la cabeza de Medusa para petrificar al rey y a toda su corte.

Poderes protectores y curativos

En la Antigua Grecia se usaba con frecuencia un Gorgoneion (cabeza de piedra, grabado o dibujo de un rostro de gorgona, a menudo con serpientes sobresaliendo salvajemente y con la lengua fuera de sus colmillos) como símbolo apotropaico que se ubicaba en puertas, muros, suelos, monedas, escudos, corazas y lápidas con la esperanza de alejar el mal. A este respecto las Gorgoneia son parecidas a las a veces grotescas caras de los escudos de soldados chinos, usados también en general como amuleto o protección contra el mal de ojo. En algunas de las representaciones más toscas, la sangre corriendo bajo la cabeza puede considerarse por error como una barba.
En la mitología griega, la sangre tomada del lado derecho de una gorgona podía resucitar a los muertos, mientras la sangre del lado izquierdo era un veneno instantáneamente mortal. Atenea le dio un vial de esta sangre curativa a Asclepio, lo que terminó dando lugar a su fallecimiento. Se decía que Heracles había obtenido un mechón del cabello de Medusa (que poseía los mismos poderes que la cabeza) de Atenea y lo había dado a Estérope, la hija de Cefeo, como protección para la ciudad de Tegea contra los ataques. De acuerdo con la idea posterior de Medusa como una hermosa doncella, cuyos cabellos habían sido transformados en serpientes por Atenea, la cabeza se representaba en las obras de arte con un rostro maravillosamente hermoso, envuelto en el tranquilo reposo de la muerte.

Orígenes

Gorgona protectora en el escudo de Aquiles en su enterramiento por Tetis. Hidria corintia de figuras negras, 560–550 a. C., Museo del Louvre.
El concepto de la gorgona es como mínimo tan antiguo en la mitología como Perseo y Zeus, si bien algunos investigadores creen que la diosa tiene orígenes primitivos en la antigua religión griega.
La arqueóloga Marija Gimbutas creyó ver el prototipo del Gorgoneion en los motivos artículos neolíticos, especialmente en las vasijas antropomórficas y máscaras de terracota con incrustaciones de oro. Los ojos grandes y centelleantes son un símbolo denominado «ojos divinos» por Gimbutas, que aparecen también en la lechuza de Atenea. Pueden ser representados por espirales, ruedas, círculos concéntricos, esvásticas, etcétera.
Los colmillos de las gorgonas son como los de las serpientes y probablemente procedan de los guardianes estrechamente relacionados con los conceptos religiosos griegos primitivos en los centros oraculares.

Usos de la palabra

En paleontología destaca el uso de la palabra "górgona" para la descripción de la familia de reptiles mamiferoides conocida como "gorgonópsidos". Según la leyenda, cuando Perseo cortó la cabeza de Medusa estaba embarazada de Poseidón,de su cuello brotó su descendencia: el caballo alado Pegaso y el gigante Crisaor ( el padre de Gerión). Cuando Perseo regresó a Grecia con la cabeza de la gorgona, las gotas de sangre que cayeron al mar se convirtieron al instante en el coral conocido como ”gorgonia” mientras que las que cayeron en el desierto se transformaron en serpientes. Atenea le dio dos frascos con sangre de Medusa a Asclepio, fundador de la medicina griega. La sangre de uno de ellos era un potentisimo veneno y la del otro una poción curativa.